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Sobre la revolución del pensamiento

Hablar de revolución implica más que la imagen de acción armada que se nos viene a la mente.

La revolución es más de lo que nos dicen en los libros de historia: aquello son hechos que ocurrieron en una época determinada y nos muestra la causa y efecto, el origen y el resultado de cierto periodo histórico; sin embargo, debemos ir más allá de la historia.

Deshojémonos de la materia y vayamos al centro del meollo. En los últimos meses he escuchado y leído dos palabras: “revolución de pensamiento”. La gran mayoría exige un revulsivo que haga cambiar el pensamiento, en este caso, del ciudadano mexicano. Idea que comparto, en el fondo, pero no en la forma.
La revolución de pensamiento es de entrada peligrosa, porque revolución es profanar, es conquistar, quitar lo establecido para poner un nuevo orden, ¿qué nuevo orden? El de los vencedores (¿queremos empezar de nuevo?). La conquista de un territorio conlleva extirpar de raíz creencias, mitos, fabulas, estructuras, instituciones, formas de vida, pensamiento; es decir, lo que somos (véase la conquista de México y de qué forma impactó en los mexicanos aquel hecho histórico). El lenguaje del conquistado deja de ser suyo, porque ahora el vencedor impone sus propias ideas –su lenguaje-, un pensamiento nuevo que irá poco a poco minando el del derrotado hasta que el vencedor sea completo poseedor del pensamiento del vencido: ahí radica la verdadera conquista.

Al ser conquistado nuestro pensamiento, dejamos de ser lo que somos para ser entonces lo que el vencedor es (sin lenguaje no hay pensamiento, sin pensamiento no hay ser: no se es, no se existe. Pasaríamos a ser otro y perderíamos nuestro significado). Es ahí donde se encuentra la esclavitud. Se pierde toda capacidad de ser, porque el libre albedrio queda preso, reo del conquistador.

Por ello los dictadores, los tiranos (dragones de siete cabezas como los llamaba Platón), son conquistadores, victimarios de almas, que validos del descontento y hartazgo social, emprenden su “lucha social” para derrocar al que, paradójicamente llaman, dictador. Es decir; de la revolución se vale el tirano para iniciar su conquista. Una vez en el poder impone sus leyes, sus dictámenes, sus reglas a la sociedad, con la falsa idea de que lo hace por ayudar a sus gobernados, y que solamente él los llevará a esa realidad utópica anhelada por todos, en la que la belleza, lo bueno y la paz reinan. Hecho del que brota la falsa significación del valor más grande que tiene el ser humano: la verdad. En una tiranía, la verdad y muchas otras palabras se corrompen, se degradan, pierden su significado: la verdad ahí es en realidad mentira -en el deterioro del lenguaje se refleja el estado en el que se encuentra una sociedad.

Hablar de revolución de pensamiento es la conquista del prójimo, la profanación del origen, de lo que somos; es imponer las ideas de unos a los otros, de buena o mala fe. Con una revolución de pensamiento no se conseguirá más que arrebatar las ideas de los demás. Es hacer prisioneros a los que no concuerdan con las ideas del que gana la batalla. En ese punto se arrebata la personalidad de los que piensan diferente. Porque pensar diferente es la idea misma de la vida: de una serie de conceptos distintos se crea, se logra, se reforma. Ante la imposición no queda más que acatar lo dicho esté bien o mal, pero con el peligro de no saber si esa idea revolucionaria que ha conquistado a las otras, será beneficiosa. Pensar que la idea de alguien o de mucha gente –no de todos- es lo correcto, lo bueno, lo verdadero, es un acto de egocentrismo, de narcisismo que ciega, porque se cae en el absolutismo, y esto implica imponer “la verdad” a todos, y con ello se pierde toda libertad de ser diferente, de tener ideas diferentes. Actuar de esa forma es caer en la contradicción: imposición por imposición. Es creer que la verdad es exclusiva de unos cuantos, de no dudar de nada porque todo se sabe: pensamiento primigenio: Dios.

No creo en ningún tipo de revolución ni moral ni física, ambas acarrean consecuencias irreparables que no causan más que el encono, la irritación, la separación, y esto es la contra de lo que se pide: la unión.

Siempre se debe buscar la reforma. Hay que utilizar lo que somos: pensamiento y dialogo, movimiento y lenguaje, expresión y libertad. Porque en una revolución ya sea armada o de pensamiento está en juego el ser, lo que existe; las ideas políticas (izquierda o derecha) se pierden en la vorágine en la que estaremos inmersos. Y el tiempo se nos iría en una guerra de “verdades” que nos irán alejando de forma acelerada de lo que todos buscamos: vivir en relativa paz.

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