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Carta de Julio Cortázar a Octavio Paz: el encuentro con la inmortalidad


Dejé la taza de té sobre la mesilla y al olvido el ardor de garganta con la que he convivido toda mi vida, abrí entusiasmado el tomo dos de Cartas1955- 1964 de Julio Cortázar (editado por la inalcanzable Alfaguara –hablando en pesos).

El tomo uno descansaba exhausto en el librero después de haberlo hecho mío por un par de días. Allí Cortázar sigue siendo joven: profesor normal, catedrático, hombre de viajes por el interior de la Argentina, de dolores por la pérdida de amigos queridos; risas, misivas llenas de humor; poemas, lecturas; Presencia y su seudónimo Julio Denis. Cocó. La otra orilla, El examen. Su tan querido Keats al que le dedicaba muchas horas y del que tanto hablaba. Su tan citado Rilke; aquellas primeras apariciones importantes en Sur. Besteario; el descubrimiento de los divertidos Cronopios y hasta una carta del fantasma de su padre pidiéndole que firmara en el futuro como Julio Florencio Cortázar y no como Julio Cortázar ya que podrían confundirlo con él (o sea su padre).  En fin. Tantas cosas que le siguen ocurriendo al gran cronopio en ese primer tomo y que me dio la oportunidad de vivir un poco con él, cosa que me parece un gran privilegio.


Con Cortázar estuve en Paris gracias a sus Cartas a los Jonquiéres y ahora cual polizón regreso, escondido en su máquina de escribir, para ver trabajar al que tengo como uno de los grandes escritores latinoamericanos (y del mundo). De intruso, ahí, husmeé un poco para encontrar una de las cartas que con mucha emoción esperaba encontrar -ya el 20 de septiembre de 1954 me había latido el corazón al ver la carta dirigida a Juan José Arreola (otro monstruo del cuento): equinoccio de cronopios: encuentro de dos mundos. No sentí lo mismo al ver la carta respetuosísima que le dirigió a Alfonso Reyes, otro grande pero que me es lejano- entre tantas y fue entonces que apareció el sobre que tanto había esperado. Juro que revisé los destinatarios de aquellas cartas apiladas en un rincón de la estancia y no encontré ninguna dirigida a Octavio Paz (tenía que estar, debía estar, los contemporáneos se habían leído antes, y la admiración era mutua, la carta existía sin duda), sin embargo; ahora sé que mi vista ocultó esa misiva, pues mis ojos advirtieron que al topármela de frente, y con la previa de saber que no estaría, me llenaría de júbilo. Así, después de numerosas cartas vi:

“A Octavio Paz/ París, 31 de julio de 1956/ Mi querido Octavio”.

Cerré el libro; fui por otra taza de té de azahares, que es lo único que mantiene apaciguados a los otros (¿o solo es uno?), y regresé para leer la carta. Mi mayor sorpresa fue descubrir el tema de ésta: El arco y la lira de Octavio Paz: una de las más grandes obras metafísicas-filosóficas-poéticas-ensayísticas de la literatura en lengua castellana. Cortázar, entusiasmado, se desdobló en elogios. Colocó su obra junto a las de otros nombres como Shelley, Keats y Mallarmé. Dijo de El arco y la lira: “[es] el mejor ensayo (y la palabra es chica) sobre poética que se haya escrito en América” y termina con “este libro reduce los demás trabajos paralelos a meras monografías”. Cortázar ya, de tiempo atrás, reconocía al “muchacho Paz” como un gran poeta, pero todavía no le abría la puerta a lo etéreo, a la inmortalidad, sin embargo; con esas palabras escritas en esa carta sacó indudablemente a Paz de la línea del tiempo y fue entonces que lo inmortalizó, como un bautismo que el mismo Cortázar recibiría años más tarde con Rayuela


Leer a dos inmortales justifica un sinnúmero de horas dedicadas a sus obras: digresiones, pensamientos, textos, parte de ideologías que se entregan a tales obras a manera de sacrificio, porque es cuando dejas de ser cuerpo y regresas a lo verdaderamente real; eso que ocurre solamente al terminar de leer la obra de algún eterno.

Tal encuentro epistolar de dos hombres que escribieron acerca de ese otro lado y que terminaron por conseguirlo, fueron capaces de resumir la inmortalidad en una cara escrita en 1956 que, aunque el texto fue escrito por una sola pluma mecanizada,  termina por ser un diálogo.

Bibliografía.
Cartas 2. 1955 - 1964, Alfaguara, 2012, Julio Cortázar.



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