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Mostrando entradas de enero, 2012

En un rincón de la galaxia

Era la estrella más lejana de la galaxia, solitaria, añeja. Su posición era envidiable: podía ver desde a llí todo el funcionamiento del sistema solar; tal vez, por eso escogí  este lugar para quedarme, para simplemente observar y no moverme. Es solo el quedarse sentado sobre las frías rocas de una estrella avejentada de la que no espero tomarle cariño ya que pareciese como si se quejara y en cualquier momento pidiera clemencia y se dejase morir, dejándome a la deriva. Hace un frío terrible, pero me lo aguanto, el espectáculo que se avecina dicen que es imperdible… No lo creo, yo les dije que , siendo un planeta habitado, era imposible que se autodestruyera; pero aquellos necios me han dicho que sí ha ocurrido: “es raro, muy raro, pero ha pasado. Los ancianos dicen que ocurrirá de nuevo, en la galaxia de un sol, en el universo más joven, en el planeta menos evolucionado…”. Espero sea cierto, desde aquí veo perfectamente los océanos azulados de ese planeta, cubiertos en algunas pa

Delación

Mi naturaleza me lo dicta: derriba al prójimo, ¡qué no escape! Ahuyenta sus sueños tangibles, hazlo caer desde lo más alto, que no logre retomar el vuelo. Déjalo hundirse junto contigo aquí en tu sentina morada. ¡Qué llore tus lágrimas, y sienta el ardor de la herida abierta! Que se recargue en tu hombro y muera junto a ti.

El enterrador de gritos

Los maderos ardían frente al enterrador. Lo negro devorando todo rastro de luz, envolvía la noche. El fuego se aviva al sentir el aire insomne, formando brazos filiformes sobre la tierra negra y fría. Brazos que buscaban desprenderse de ese lugar, de ese fuego que los engullía a cada segundo. El enterrador seguía cavando. De cuando en cuando se secaba el sudor de su frente con la manga de su chamarra. Jadeaba por el esfuerzo de clavar la pala sobre la tierra: ya faltaba poco para que el hoyo fuese lo suficientemente profundo como para ahogar los gritos de los difuntos. Él dice que los muertos gritan por las noches, pasaditas las 3 de la madrugada. Cuenta que lo despiertan en la madurez de la noche, y que le entra un miedo que le carcome el alma: se lleva sus manos a los oídos para no escuchar los gritos; decía que por eso cavaba cada vez más profundo, para ya no escuchar los gemidos y los alaridos de los cadáveres, pero hasta ahora no lograba mitigar aquello. Los habitantes del pueblo

Alejo en este mundo

El anciano se sentó en el vetusto y lacerado sillón negro que estaba a un costado de una pequeña mesa, sobre esta, una lámpara que iluminaba la tapa del libro cuyo titulo resaltaba por lo blanco de sus letras: El reino de este mundo . El viejo de mirada asustadiza, de cachetes en caída libre como queriendo desprenderse de su rostro; boca deslizándose de cada lado hacia abajo buscando un encuentro con la barbilla. Ese hombre es un rostro queriendo huir de si mismo, pero su cabello echado atrás lo sostiene, impidiendo la tragedia de ser nadie. Abrió el libro, despacio, y leyó en voz alta como cada noche; noche sin luna, noche sin sombras, noche sin tierra. Buscaba lo maravilloso en lo barroco de las palabras plasmadas en las hojas amarillentas. Quería encontrar los colores cargados de historia ancestral, de ritos de magia negra, de vudú que mata con solo escuchar el rugido de los cuernos en medio de la selva, de hombres transformados en animales, de conquista y esclavitud. El hombre de

Retrato de Paz

Un Octavio Paz entrado en años permanece pensativo en el cuadro que cuelga de la pared blanca y tibia de mi estudio. Con la mano en la barbilla, la mirada clavada en las palabras que danzan al ritmo de sus pasos nocturnos que lo llevan por las calles del centro de la Ciudad de México. Caminata noctámbula que lo jala de regreso al Colegio de San Ildefonso donde encontró, en los muros rojos que eran negros y respiraban, su poesía cadenciosa y seductora. En la inmortalidad de sus palabras está mi deseo de no morir nunca para poder seguir disfrutando cada uno de sus versos. Entre Paz y yo hay una amistad de esencia y cuerpo, materia y espíritu, tangible e intangible. Es una amistad perfecta: la palabra escrita habla por nosotros y ahí nos entendemos; allí le cerramos la puerta a los años. ¡Qué no vengan a decirnos las edades!, que el 1913 y el 1984 se pierdan en el remolino de generaciones gestadas en otra realidad. Es cierto que en la palabra se nota la edad, pero llega un momento en que

Viento del sur

Hojas  arrancadas del árbol de mi vida por el viento otoñal que sopla del sur de mi realidad. Sacudida a mis ayeres imágenes de acontecimientos pasados: meses, días y años marcados en las hojas; caen y se posan sobre otras ya sin recuerdos de mi vida. El remolino de sensaciones que trae consigo el viento estremece el roble, que es mi columna vertebral; mis brazos son las ramas que te sienten al pasar; los pájaros que anidan en mi vértice, son mi voz, y el canto de auxilio despedido al aire es la súplica que oíste al pasar. Me dejas desnudo, viento angelical; envuelve con tu esencia este tronco inerme, y espera conmigo hasta que mis hojas recupere.

Extranjero en Ciudad de México

Me siento como si fuese un extranjero en una ciudad que no me entiende ni la entiendo. Incapaz de darse cuenta que la necesito, pero me rechaza al sentirme cruzando su frontera intangible. Es una sensación de estar, pero no existir: esencia soñadora contra cuerpo descompuesto por el vértigo que me causa una ciudad que siento tan lejana. Antes de venir acá, ayudado por mi imaginación, soñaba y formaba sombras sobre el pavimento y, en la acera, mis huellas posadas sobre Paseo de la Reforma. Solitario bohemio recorro el lado bello de la ciudad, sin prisa, más como alguien que no se quiere perder el más mínimo detalle que lo rodea: buscar en Tláloc parte de la historia de México.  Encontrar en el europeo, el orgullo de tener tanta historia; cultura que se derrama por las calles de este país. Así, como lo he escrito renglones arriba, puede que un narrador hubiese plasmado mis sueños en alguna novela, pero nunca imaginaria el rechazo del que he sido objeto por esta ciudad que no me ent

Eterno seductor noctámbulo

Las cortinas de las ventanas se contoneaban por el viento. Ella, recostada sobre la cama, cubierta por la sábana blanca que caía rendida en su cintura; me esperaba sin saberlo. Sus pechos seductores, escondidos detrás de la blusa de arrugada forma. Su boca entreabierta; el sonido de su respiración me buscaba… El castaño cabello recostado sobre la almohada, haciendo formaciones como de cuchillas afiladas para ahuyentar al que osara entrar en sus aposentos -ante él, las puntas del cabello pierden la valentía-, y sus parpados cubriendo sus ojos almendrados. Toco suavemente sus mejillas, se queja, pero no abre los ojos; las piernas de ella se mueven por debajo de las sabanas… De pronto se queda quieta. El viento me acompaña y me empuja a sentirla en la apacible noche donde todo me pertenece y puedo ser yo. Su piel delicada, blanca que resalta entre las nubes de donde fui expulsado y zaherido. Los labios de ella los toco con mis dedos, la luna se esconde, la ventana se cierra y detengo el

Desenterré tu esencia aquella madrugada

Desenterré tu esencia aquella madrugada donde la luna parecía estar más atenta a lo que ocurría aquí en la tierra, porque su fulgor traspasaba el follaje de los árboles que me abrazaban con su ramaje, sus hojas pintadas de un verde lleno de vida; esa vida que solo puedes gozar en mi mente, y en la de todos los dolientes que te lloran en los rincones de alguna fría habitación. Pero yo no quiero vivirte entre la bruma de mis memorias. No quiero escucharte en un eco; me niego a no sentirte. Desgarro los pasajes que se forman dentro de mi cabeza para que no me duelas, pero es imposible. Tu silueta se regenera en el hálito de vida que despido al soñarte… ¿Qué hacer cuando de ti nada quede? ¿Qué hacer cuando tu imagen se vaya transformando en palabras? ¿Qué preguntarme el día en que solamente te encuentre en una fotografía lastimada por los años? Frente a tu epitafio grabado en una piedra que nada sabe de lo que vivimos, que está allí, como no diciendo nada pero expresando todo, te veo; ahor

El viejo

El viejo de barba grisácea, un poco crecida, miraba hacia lo que tenía bajo sus pies. De cuando en cuando se rascaba la barbilla con sus dedos largos, trémulos. Apoyado sobre un vetusto bastón de colores perdidos en algún tiempo que soy incapaz de precisar. Un mechón de cabello blancuzco rehusaba a mantenerse quieto detrás de la oreja del viejo. De pronto se dio vuelta, dio unos cuantos pasos, apoyando la mayor parte de su peso en el añoso y astillado bastón. Hurgó dentro de un baúl metálico, extrajo un grueso libro; el polvo lo hizo toser en un par de ocasiones -suspiró-. El manto blanco que lo cubría se movía al compás de los pasos del viejo. Volvió a mirar hacia lo que tenia bajo sus pies; una lágrima resbaló por sus prominentes pómulos, siguió la gota deslizándose, tocó los labios del viejo, y se deslizó por su barbilla cayendo moribunda al abismo. El viejo logró apoyarse en el descansabrazos de una silla color caoba, los huesos de ésta se quejaron al sentir el peso del viejo. Abri