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Extranjero en Ciudad de México


Me siento como si fuese un extranjero en una ciudad que no me entiende ni la entiendo. Incapaz de darse cuenta que la necesito, pero me rechaza al sentirme cruzando su frontera intangible. Es una sensación de estar, pero no existir: esencia soñadora contra cuerpo descompuesto por el vértigo que me causa una ciudad que siento tan lejana. Antes de venir acá, ayudado por mi imaginación, soñaba y formaba sombras sobre el pavimento y, en la acera, mis huellas posadas sobre Paseo de la Reforma. Solitario bohemio recorro el lado bello de la ciudad, sin prisa, más como alguien que no se quiere perder el más mínimo detalle que lo rodea: buscar en Tláloc parte de la historia de México. 
Encontrar en el europeo, el orgullo de tener tanta historia; cultura que se derrama por las calles de este país. Así, como lo he escrito renglones arriba, puede que un narrador hubiese plasmado mis sueños en alguna novela, pero nunca imaginaria el rechazo del que he sido objeto por esta ciudad que no me entiende. Todos sus poros expulsan vapores enfermizos para mi alma: mujeres a las que les entrego mi vida y ellas entienden que deben usar ésta para sacudirse el lodo que quedó pegado en la suela de sus zapatos.
Ciudad de México: eres blanco y negro, nacimiento y muerte; cumpleaños y funerales. Eres olores mezclados de ciudadanos hartos de si mismos; costumbrismo aceptado y desvergonzado; ir y venir rutinario sin siquiera darse cuenta que pueden caminar de lado o volverse para ver lo que han dejado atrás o, en el mejor de los casos, no seguir de frente y darse vuelta; pero eso no ocurre. Lo siento en tus vagones naranjas del metro, y cabezas rebotando en la ventanilla tasajeada por alguna piedra. Lecturas mentirosas de libros con portadas invertidas: somnolientos trabajadores que no quieren mirar su realidad. Jóvenes perdidos en la musicalidad despedida por sus audífonos. Todos adormilados por el vaivén de los vagones.
Estamos de acuerdo que ni yo soy para ti, ni tú, Ciudad de México, eres para mí. Somos tan diferentes, y por eso me quieres hacer a un lado y yo lo hago también, aunque me niego a dejarte ir. Es como si, por muchos años, viera morir lentamente a mi padre y yo, sabiendo sus males, no corro por un medico para aliviar sus quejas. Así que no esperes que soslaye tus obras caóticas; no intentes rechazarme con tu vaharada abyecta, colada entre las rendijas de las alcantarillas que yacen sobre lo blanco del mosaico, y que te invita a entrar a Bellas Artes. No creas que me intimidarán tus legiones ciudadanas que cruzan avenidas diariamente y yo, frente a ellos, no soy nada: no me rindo. El dédalo de los sentidos de tus calles y de tu mala planeación, me pierde entre los serpenteantes caminos de cemento. Intentas guiarme al autoexilio: no podrás. En tu esencia están mis respuestas, ahí me encuentro, para poder señalarte un día más. Mira, estas de acuerdo en el hecho de que tengo que estar viviendo en tus entrañas para que mis palabras cobren fuerza, no puedo señalarte en la lejanía, pues mi dedo no es tan largo como para llegar a alcanzarte. Tal vez, por eso te duele tanto mi presencia y haces que me sienta tan mexiquense o poblano o queretano, pero no chilango. Me clavarás la daga de la verdad hasta el fondo de mi cuerpo cuando me digas que mi naturaleza no fue parida por ti, y lo acepto, pero eres tan engreída que no te das cuenta que eres parte de un todo. Y como parte de México me dueles, y más quiero zaherirte cuando pretendes ser enemigo, cuando a tu propia familia la rechazas. Ninguneando a todo aquel que no te rinda pleitesía. Así eres, Ciudad de México, no intentes ponerte una mascara parisina.
Ahora, sentado en un banco terroso, escribiendo en el ordenador este texto, sobre un escritorio antiquísimo, en una casa al sur de la Ciudad de México que siento tan fría y olvidada por sus muertos; me creo tan extranjero, y más, cuando mi esencia grita que me vaya; que tome mi maleta y regrese a casa…      

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