El anciano se sentó en el vetusto y lacerado sillón negro que estaba a un costado de una pequeña mesa, sobre esta, una lámpara que iluminaba la tapa del libro cuyo titulo resaltaba por lo blanco de sus letras: El reino de este mundo. El viejo de mirada asustadiza, de cachetes en caída libre como queriendo desprenderse de su rostro; boca deslizándose de cada lado hacia abajo buscando un encuentro con la barbilla. Ese hombre es un rostro queriendo huir de si mismo, pero su cabello echado atrás lo sostiene, impidiendo la tragedia de ser nadie.
Abrió el libro, despacio, y leyó en voz alta como cada noche; noche sin luna, noche sin sombras, noche sin tierra. Buscaba lo maravilloso en lo barroco de las palabras plasmadas en las hojas amarillentas. Quería encontrar los colores cargados de historia ancestral, de ritos de magia negra, de vudú que mata con solo escuchar el rugido de los cuernos en medio de la selva, de hombres transformados en animales, de conquista y esclavitud. El hombre deseaba revivir en las descripciones de su propia obra. Quería sentir lo real maravilloso…, ya que, ahora muerto, no es capaz de encontrar el Reino de los Cielos. Él busca la jerarquía establecida; anhela ver la incógnita despejada, la existencia sin término, el reposo y el deleite, la imposibilidad de sacrificio como escribió al final de su obra. Libro que vuelve a cerrar una vez más, justo cuando el sueño lo devora sin él quererlo, para despertar otra noche, en esa pequeña habitación, en ese mismo sillón y con el mismo libro manchado por lo amarillento, mientras implora al creador lo aleje del reino de este mundo.
Abrió el libro, despacio, y leyó en voz alta como cada noche; noche sin luna, noche sin sombras, noche sin tierra. Buscaba lo maravilloso en lo barroco de las palabras plasmadas en las hojas amarillentas. Quería encontrar los colores cargados de historia ancestral, de ritos de magia negra, de vudú que mata con solo escuchar el rugido de los cuernos en medio de la selva, de hombres transformados en animales, de conquista y esclavitud. El hombre deseaba revivir en las descripciones de su propia obra. Quería sentir lo real maravilloso…, ya que, ahora muerto, no es capaz de encontrar el Reino de los Cielos. Él busca la jerarquía establecida; anhela ver la incógnita despejada, la existencia sin término, el reposo y el deleite, la imposibilidad de sacrificio como escribió al final de su obra. Libro que vuelve a cerrar una vez más, justo cuando el sueño lo devora sin él quererlo, para despertar otra noche, en esa pequeña habitación, en ese mismo sillón y con el mismo libro manchado por lo amarillento, mientras implora al creador lo aleje del reino de este mundo.
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