Un Octavio Paz entrado en años permanece pensativo en el cuadro que cuelga de la pared blanca y tibia de mi estudio. Con la mano en la barbilla, la mirada clavada en las palabras que danzan al ritmo de sus pasos nocturnos que lo llevan por las calles del centro de la Ciudad de México. Caminata noctámbula que lo jala de regreso al Colegio de San Ildefonso donde encontró, en los muros rojos que eran negros y respiraban, su poesía cadenciosa y seductora. En la inmortalidad de sus palabras está mi deseo de no morir nunca para poder seguir disfrutando cada uno de sus versos. Entre Paz y yo hay una amistad de esencia y cuerpo, materia y espíritu, tangible e intangible. Es una amistad perfecta: la palabra escrita habla por nosotros y ahí nos entendemos; allí le cerramos la puerta a los años. ¡Qué no vengan a decirnos las edades!, que el 1913 y el 1984 se pierdan en el remolino de generaciones gestadas en otra realidad. Es cierto que en la palabra se nota la edad, pero llega un momento en que éstas dejan de sumar años; llegan al vértice de su naturaleza y de ahí no se mueven más. Al llegar a ese punto, alcanzan la inmortalidad que tanto añoran quienes no las entienden. Ya lo escribió Borges que, al final, cuando nos es imposible generar una imagen de aquél que queremos recordar, solamente quedan sus palabras… Así, puedo decir que Paz sigue vivo en el retrato y en sus libros. Es revivirlo en esa grabación de la India donde se le veía feliz, bailando junto a niños, mientras Cortázar sostenía la cámara y grababa la escena. En cada grabación donde aparezca él, es el renacer de un enriquecedor y grato Octavio Paz, que me observa desde el retrato mientras escribo este texto. Después de Paz pienso en Sor Juana, posiblemente me viene ella a la mente por el mismo Octavio que me invita a leerla, pero me es tan lejana y difícil entender su obra del siglo XVII, que prefiero esperar más años para que lo antiguo choque con mi tiempo y entonces poder escribir sobre ella y su desgracia vivida 3 años antes de su muerte, cuando le fue arrebatada su vida: sus libros.
Les comparto la portada del segundo número de la revista literaria Monolito . El arte en portada es del artista plástico José Molina Jule (El Salvador) con su obra Verdugos de Magdalena. En el número 2 de la revista Monolito encontrarán el ensayo de Gerardo Bono González (México) llamado “El libro sobre la silla” en donde el autor inicia cuestionándose: “¿Debe haber un libro en la silla presidencial? ¿Qué repercusión tienen las lecturas de un primer mandatario en la toma de definiciones? ¿Quiénes gobiernan mejor, los presidentes que han leído, por lo menos a los clásicos, o quienes definitivamente no han recurrido a la literatura para ampliar su acervo cultural?”. Con las letras aún de luto, el escritor y poeta Alejandro Montaño (México), escribe desde lo más profundo de su alma “Carlos: escritor de pluma fuente” a manera de ensayo-descargo por la partida de Carlos Fuentes. Javier Sachez (España) cruza el océano para ofrecernos una reseña literaria acerca del ...
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