Reposan los ojos, con
los brazos fallecidos en el descansabrazos, el hombre, cubierto de libros, recorre
el sendero cubierto de inmortales hombres; esos que tapizan su cuerpo. Pensó en
su lectura más reciente: “El foco” de Virginia Woolf, y vibra porque la puerta
se abre; entonces los caminos aparecen como raíces planchadas por sus pasos. Al
primero que ve es a Dickens, que deja caer sobre el piso, una hoja y otra y
otra, el hombre las va recogiendo una a una como hechizado; pero del lado
izquierdo Fitzgerald está sentado leyendo para el viento vacío, y el hombre
deja de recoger las hojas y sale disparado al encuentro con esas palabras que
al llegar, regresan a su libro y éste cae, ya sin el hombre que leía. A lo
lejos, un grito de cuervo premonitorio, parece llamarlo; se acerca y ve que el
cuervo escribe un libro con el pico escurrido de tinta negra, éste lo ve
llegar, y escapa al árbol marchito desde donde ve al hombre levantar el moceado
libro que hojea ya sin saber dónde ha dejado el libro de Fitzgerald.
“¡Maravilloso! ¡Maravilloso!”, gritaba el hombre. Al pestañeo, todo el valle se
hace casa, hogar de las tinieblas, y el hombre tropieza con la pata de una
cama. Silencio. Tocan a la puerta, golpean fuerte la puerta de entrada;
inmóvil, el hombre escucha “ve, abre la puerta, es tu hijo”. “Dios, me
encomiendo a ti, ten misericordia…”, musita el hombre, y poco a poco va
volviéndose para toparse con el origen de esa voz: es Jacobs, que estira la
mano y le ofrece una pata de mono.
El hombre escupe
símbolos que resbalan de sus áridos labios, pero ¡los ojos no se abren! Porque
el miedo se ha apartado de él, ahora, está frente a Mann: “sufre, porque entre
más sufras, más será tu éxito” le dice Thomas al hombre que ha olvidado el
terror. El camino vuelve a ser visible para ver, a unos pasos de él, a un joven
que camina de un lado a otro, con el dedo índice llevado a la barbilla; que
explota en ideas de cuando en cuando. El viejo está sentado, recargado sobre un
viejo escritorio cubierto de papeles, escribe, lo escribe todo eso que le dice,
y le pide más, pero el jovenzuelo se va, sin importar que el viejo exprima sus
tripas por coraje. En ese momento el hombre lector, por un instante, ve a Kipling.
De pronto, la nieve lo
cubre todo, mira y no reconoce, tienta pero se le congelan los dedos, no le
queda más que caminar, con cuidado, desorientado, con el sol escondiéndose
entre lo blanco; cree imaginar a un hombre andar a lo lejos, sin prisa, pero no
va en su dirección aunque parece. Va muy tranquilo; después ve a ese mismo
hombre en un puerto ya sin nieve, sentado, bebiendo y una mujer pasa frente a
él, le llama sin hacerlo y un callejón se abre a su paso; ese hombre la sigue,
se interna en el pasaje de ella, y la alcanza, hablan, dicen “algos”, él le da
una moneda y se va tomando el rumbo del espectador, el del hombre lector, y
éste se pone nervioso, porque lo ve venir directo hacia a él: no sabe qué
hacer, lo reconoce y no, lo admira y no; en eso aquel hombre pasa a su lado y
susurra: Nabokov. Al instante regresa la nieve, y Chejov toma del brazo al
lector y dice que si habría que perdonar a la pecadora, después le mete una
hoja en su bolsillo, y desaparece; era un relato lo dejado: “Réquiem”.
El hombre lector, feliz,
cual niño en dulcería, con los pies bien plantados en esa nueva tierra de
inmortales, es incapaz de cerrar la boca, no puede creer nada de lo que ve.
Siguió caminando por mucho tiempo hasta que de pronto, expectante, dudó, al ver
frente a él un laberinto-que estaba en uno de los extremos de una vereda
cubierta de pequeñas piedras deformadas por las pesuñas de caballos-. Del otro
lado, vislumbraba a un hombre de sobrero y lentes, pensó en Joyce, no hizo caso
y se adentró en el laberinto. Allí, todo era selva, un río de acompañante
silbador hacia de sombra, el calor húmedo era insoportable, una tarántula del
tamaño de su mano lo sobresaltó, mas no tanto como el sonido de un patriarcal
cuerno, que sacudía lo verde de la selva. Todo animal buscaba refugio porque el
chamán iba dejando de ser hombre en su travesía por el ramaje, cuando
finalmente cayó a tierra era una bestia dispuesta a tirarse a matar contra los
invasores. Detrás de un árbol, Carpentier tomaba nota de lo sucedido. Al hombre
lector la visión se le nubló y creía estar volando.
El laberinto lo escupió
como aquello que se escupe cuando el sabor de lo probado insulta al paladar,
así, el hombre lector, cargado de nuevo vocabulario, buscó una ruta más
sencilla ¿para salir de ahí? En el sinuoso camino por el que anduvo una vez que
recobró la compostura y sacudió sus ropas, topó con el rostro adusto de un
hombre y el lector preguntó cual turista en tierra inhóspita:
-“Señor mío, podría
indicarme cuál es la vía más fácil para llegar a la novela corta, es que sepa
usted que he sido expulsado del Reino de
este mundo”.
-“No lo sé, señor, pero
si usted sigue por aquí, encontrara un pueblo”
-“¿Cómo se llama el
pueblo, señor mío?”
-“Comala, señor”.
Rulfo se desbarató en
huesos y luego se hizo ceniza, su espíritu levitó y éste fue empujado por lo
intangible en dirección a Comala. Aquello aterró al hombre lector que corrió en
dirección contraria adonde estaba uno de sus autores predilectos; saliendo
disparado como alma que lleva el diablo, volviendo la mirada por sobre su
hombre cada cuando, deseando que aquello ya no estuviera allí. En una de tantas
echadas de ojo, chocó contra un tipo que cargaba sus tripas rojas deslavadas,
atrás del desdichado, un hombre de overol y bonachón, con bigote profuso
escribía, y una vez que vio al destripado muerto, tomó un altavoz y comenzó una
crónica de muerte.
Esto ya le parecía
demasiado al hombre lector, no era como al principio: la lejanía, el ser sólo
espectador y no parte de la historia; ahora, era participe de todo, vivía junto
con ellos las historias, esa cercanía que da lo familiar.
El cansancio pudo más
que sus ganas por seguir explorando, no sin un dejo de miedo, se recargó sobre una
inmensa pared verde, vio a un hombre solitario entre mucha gente: eran sus
hermanos, no de sangre, sino de patria, pero parecían no reconocerlo, porque no
se detenían al verlo y mucho menos cuando les hablaba, mas fue cuando el hombre
lector lo reconoció y comenzó a leer su mirada, sus movimientos; aquel ignorado
pasó de occidente a oriente en un pestañeo con nuevos bríos, con libros recién
empastados bajo su hombro. “Es Paz”, dijo el lector al tiempo que lo leía todo,
de arriba abajo, de izquierda a derecha, para posarse en el centro y escuchar la
declamación de su alma poética, y en ese transcurrir de versos, de poesía pura,
de sonetos, vio a Paz convertirse en ave.
El hombre lector,
sacudió la cabeza de un movimiento, y despegándose lentamente de la inmensa
pared verde, volteó y miró todo ese monolito que parecía tener pintado en su
centro una Rayuela. Por encima de ésta, asomaba una cara: llevaba unos lentes
anchos, barba crecida, pelo largo descuidado, y en un tono de español
afrancesado escuchó: “¿Encontraría a la Maga?” mientras la tapa del libro se
precipitaba contra el ínfimo hombre que, con los brazos abiertos, esperaba a la
novela. A la caída de ese monolito, aplastaría a todos, sin dejar rastro de
nada. Pero a ese hombre lector no parece importarle, él espera fervoroso
hundirse en esa novela, para ser Olivera, Rocamandur, Ronald, Etienne, Traveler,
qué importa quién, el solamente desea ser parte de lo que ha venido a buscar,
para quedarse allí, y no regresar jamás, entonces un golpe seco despierta al
viejo hombre lector, piensa que sigue en el sueño porque está en Paris,
caminando por sus calles.
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