9:00pm.
Llegaré un poco tarde, como de costumbre. En cierto modo no me interesa llegar
temprano, tampoco creo que a ellos les importe mi retraso. En ocasiones me
pregunto el por qué me empeño en seguir yendo a ese lugar; con esos tipos. Pero
casi inmediatamente, los pechos de esa mujer me abofetean el rostro. Imaginarla
desnuda es reencontrarme con lo salvaje, lo primitivo, las más bajas pasiones;
es el regresar a los bosques, sentir miedo a las bestias salvajes, es sentirme
inerme ante los que han descendido de los árboles, los descubridores del fuego;
pero yo aún sigo viviendo allá arriba, entre el follaje y las ramas de los
árboles que chillan y se contonean a causa del viento caprichoso. Así de
primitivo me siento al verla, al ver sus caderas en las sombras contonearse,
invitándome a lanzarme sobre ella y desnudarla; arrancando su blusa sin saber
qué es lo que arranco. Soy un salvaje que apenas aprendió el arte de caminar erguido;
mis manos recorren sus muslos, la aprieto, le dejo marcados mis dedos, quiero
arrancar cada parte de su cuerpo, quiero llevarme sus muslos para besarlos y
tocarlos entre las sombras; mis dedos se clavan en su entrepierna, los besos
lascivos callan sus “detente”. No entiende que el hombre que ve es más
irracional que el perro inane escondido detrás del sillón donde la aviento con
fuerza, dejando en claro quien tiene el dominio, y ella se muestra sorprendida
siguiéndome el juego primitivo: me hala de los cabellos, y me besa como nunca
lo besará él y eso me basta, eso es lo que busca mi salvajismo: saciar esa
hambre, esa apetencia sin muslos ni caderas, ni miradas perdidas en el éxtasis
del arrebato, sino de venganza. Venganza que se diluye dentro de su sexo cada
noche.
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