Esa
tarde los rayos del sol eran como látigos ardientes que laceraban mi espalda
sin compasión; recuerdo que cerca de ahí, había un pozo, una cubeta de madera
roída por los años yacía entre el polvo y piedras a un costado del agujero
pétreo. Me acerqué, tomé la cubeta con una cuerda, la amarré y la lancé al
fondo del pozo. Halé la cuerda para sacar el balde; el agua se derramaba por
las orillas, era una cubeta llena de vida: la mía. Bebí el líquido como el
infeliz que camina ya sin fuerzas por el desierto donde la tierra carcome los
ojos sangrantes. Me refresqué los labios partidos moribundos. Me quité el
sombrero y metí la cabeza en el cubo que contenía mi oasis, sintiendo cómo el
agua me acariciaba, me despertaba; empapé mi paliacate y lo froté en mi cuello,
pecho y manos. Sonreí. Miré todo mí alrededor, únicamente podía ver montañas a
lo lejos, veredas de tierra suelta con marcas de ruedas de carretas y pisadas
de caballos. Era desolador, un páramo.
Para
llegar aquí tuve que cabalgar, cálculo, unas 8 horas sin descanso; salí al
amanecer del último pueblo donde dormí un poco y cargué provisiones y, según la
pegada del sol, creo que pasa ya de medio día. Buen tiempo, no creo que lleguen
tan rápido, no creo que puedan seguir mi ritmo. Una vez que termine con esto,
llenaré mi cantimplora con agua, empaparé mi ropa, y emprenderé el camino entre
las montañas -pensé-, si no me equivoco el pueblo de “La cuneta” debe estar
pasando las montañas que se levantan frente a mí a unos cuantos kilómetros; ahí
cobraré el dinero de la recompensa por este trabajo: compraré víveres, pasaré a
tomarme un trago de whisky; cambiaré el caballo, compraré ropa nueva, me daré
un baño y ya nadie podrá reconocerme.
-Te
van alcanzar, y te van a torturar antes de colgarte…
Amarré
el paliacate en el cuello y cubrí mi cara, escondía casi por completo el
rostro, solo mis ojos quedaban expuestos, pero eran café oscuro, y todos por
aquí los tienen igual así que, una vez con el cambio de ropa, seré uno más.
-Oye,
oye, ¿en serio crees que podrás escapar? Son como sabuesos, son como perros hambrientos
en busca de carne fresca, son más veloces que tú y conocen estos lugares como
la palma de su mano, al igual que yo; no tienes escape. Mira, déjame ir, y les
digo que hui, que no sé dónde estás, les diré que estoy desorientado y que
perdí tu ubicación, ¿te parece? Te estoy haciendo un favor, muchacho, eres muy
joven-dijo el hombre atado de pies y manos que estaba cubierto de tierra; tenía
la barba crecida, sus labios agrietados, la lengua seca, los cabellos
alborotados lacios, la cara sucia, daba la impresión de no haberse bañado en
semanas.
A
este tipo lo querían vivo o muerto, pero pagaban más si respiraba, tenía ganas
de darle un tiro en la cabeza para que se callara, todo el camino era la misma
historia, que sus amigos están rozándome los talones y que me matarán. Pero sí
fue tan fácil capturarlo: lo seguí por un par de días hasta que se dio la
oportunidad perfecta en esa taberna mientras jugaba blackjack. Entré sin mediar palabra, le di un tiro en la frente al
primero que vi en la mesa donde estaba mi objetivo; todos se quedaron pasmados
por un segundo, segundo que aproveché para perforarles el cráneo a los 3
restantes. Este mugroso solo levantó las manos y sonrió nerviosamente.
Es verdad que es mi tercer trabajo y los
anteriores habían sido ladrones de poca monta, ésta era la primera vez que iba
sobre el cabecilla de una banda que aterrorizaba pueblo al que llegaran. Violan
a las mujeres, destrozan las tabernas, saquean la tienda de víveres, son
escoria. Aunque la verdad no siento que lo que hago es por hacer un bien, es
más por el dinero, pagan mucho, y a mi prometida le juré que nos casaríamos en
dos meses; está embarazada, y tengo que tener mucho dinero, la amo, es hermosa.
Quiero comprarle un rancho y unas vacas para empezar, y este mugroso que tengo
bajo mis pies, es mi regalo de bodas.
-Verdad,
mugres, que eres mi regalo de bodas- lo pateé en la espalda sin mucha fuerza.
-¡Vete
al diablo! No me pegues, no agregues más odio a mi canasto, cuidado, soy muy
imaginativo. Tu prometida puede ser la próxima, sabes, nunca he violado a una
embarazada, estaría rico, ¿no?-Soltó una risotada.
-Es
hora de irnos, Mugres.
Evitaba
pensar en que traía a un delincuente sobre el lomo de mi caballo, trataba de
pensar en mi prometida, en el aroma a café molido, en sus besos dulces
barnizados con miel. Eso ayudaba a mitigar el hedor que despedía este tipo,
picaba la nariz y te dejaba un sabor en el paladar como a muerto. Una vez que
hube de pasar las montañas, dormí un poco, a lo lejos podía ver el pueblo,
entre vapores. Cerré los ojos, no hice fogata para no dar señales de vida, me
cubrí con un par de cobijas, el frío mordisqueaba mis huesos, el mugroso imploraba
que hiciera fuego o que lo arropara. Le aventé una piedra directo a su cabeza,
ésta le pegó en la frente: retorciéndose el hombre buscó venganza cual perro
bravo. “Fue para que te callaras, mi trabajo no contemplaba el soportar a
quejumbrosos”: chilló como si lo estuviese matando, berreó por varios minutos.
Me maldijo otros más, hasta que le amarré la boca con una tira que corté de su
pantalón. Solamente así se cayó aunque sus ojos me injuriaban aun más que sus
palabras.
Lo
primero que vi al despertar fueron los dos orificios de una escopeta; me
levantaron entre dos y me golpearon con la culata de una pistola en la cabeza,
desmayé. De pronto despertaba, y veía siluetas a caballo a los costados. Yo iba
recostado sobre el lomo de un caballo, seguía aturdido, volvía a dormir, estaba
muy débil.
Desperté
justo cuando llegamos a un campamento en medio de la nada, conté a unos 20
sujetos que abrazaban al Mugroso y le ofrecían licor. Me bajaron del caballo, y
me dejaron tirado en el suelo toda esa noche; era imposible escapar: no podía
desatar mis amarres. Esa noche se embriagaron, festejaban la liberación del mugroso.
A la mañana siguiente el Mugroso se me acercó.
-Ay,
ay, ay, mira nada más; te lo advertí, ¿sí o no, te lo advertí? Y ve ahora en
qué lío te metiste, todo por unos pesos... Oye, ves a ese tipo que trae un
machete en la mano y que viene con cara de pocos amigos hacia acá, pues le
dicen el Desquiciado ¿y qué crees,
princesa? Ese día en la taberna, recuerdas al que estaba chimuelo y gritando,
al primerito que le diste el plomazo en la frente…Ya te acordaste-no dije nada.
Miraba el machete contonearse casi frente a mis ojos-, ¡era su hermano!-el Mugroso
se cayó al piso y reía, pataleaba.
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