La
tortura duró varias horas: primero me amarraron a un tronco que estaba clavado
en la tierra en medio del campamento, me quitaron la camisa, y me golpeaban con
palos, piedras. De cuando en cuando disparaban sus armas cerca de mis pies,
estaban divirtiéndose conmigo. Yo pensaba en ella, en Berenice, en mi amada, en
mi hijo que lleva en su interior; en el rancho que nos esperaba para vivir y
hacernos viejos en él. Trataba de no ver esos rostros llenos de costras de
mugre, de carbón, miradas iracundas. Esperaba que el Mugroso no recordara a mi
prometida...
-Bueno,
princesa, es hora de que nos digas dónde está tu mujercita, tengo ganas de una
hembra joven-rieron todos-.Te voy a torturar hasta que me lo digas, mira, para
qué llegar a eso, es que ve, podré ser lo que tú quieras, pero me da un poquito
de asco el ver partes humanas regadas por doquier. Vas hacer que me tape los
ojos, pero ni así… porque el escuchar el ruido de los huesos al partirse me da
como cosita.
-Jodete,
Mugres, no te diré nada…
-Oh,
ya vez cómo te pones. Todo en esta vida es negociación, los que se ponen necios
pesados cómo tú ahora, esos, princesa, esos no duran.
Lo
ignoré, cerré los ojos y bajé la cabeza.
-Terco,
cómo quieras…
Lo
primero que sentí fue el filo del machete recorriendo mis brazos, lo blandía el
Desquiciado muy cerca de mis ojos,
estaba buscando el lugar ideal donde iniciaría su carnicería, y justo cuando
apreté los dientes, lanzó un machetazo ante las miradas sedientas de sangre, el
Mugroso se cubría la cara riéndose, otros gritaban y lanzaban los sombreros al
aire; otro se empinaba la botella de whisky. El machetazo lo acertó a la altura del tobillo, solté un
alarido infernal, todo mi cuerpo se estremeció y se adormeció. Mi cabeza fue
taladrada por el dolor del hueso al partirse: la sangre brotaba y manchaba la
tierra suelta, el Desquiciado reía y
escupía tabaco, mientras yo no podía cerrar la boca del dolor, por un momento
desmayé, pero cuando otro llegó y me clavó un cuchillo en el muslo, regresé a
la escena dantesca. Casi inmediatamente, rociaron la pierna cortada con
alcohol, no la habían cortado por completo, el machete se atoró en medio. Le
prendieron fuego a la herida, cocinándola de inmediato; a lo lejos alcancé a
escuchar que era para que no me desangrara: ahí me volví a desmayar, mi cerebro
se desconectó. Cuando desperté, era de noche, y todos estaban reunidos
alrededor de una fogata, comían, vi una bota tirada frente a mí, cuando logré
despertar por completo, despejar las nebulosas formadas por la deshidratación,
dolor y la seminconsciencia, miré mi pierna, di cuenta que me habían mutilado
el pie izquierdo, por un momento agradecí que no hubiese sido el derecho, ¿por
qué? Ni yo lo sé.
Un
tipo se acercó y me abrió la boca, me hizo tomar whisky. Bebí sin resistirme
hasta que mi cuerpo rechazó una parte: el efecto estaba hecho, la cabeza daba
volteretas sobre mi mismo, la banda se multiplicaba como cucarachas, sentía
como si en mi estómago hubiera un remolino que quisiera salir por mi boca. Mi
cuerpo adormecido pedía una pierna nueva ahora que no podía sentir nada ni
pensar con claridad. Solo alcancé a ver al Mugroso y su maldita risa de hiena
salvaje; agitaba en el aire un papel; me miraba y hablaba, pero no entendía
nada.
Cuando
desperté, el Mugroso todavía estaba allí. Habían levantado el campamento.
-Encontré
la carta de tu prometida, oye, dile que para la otra, no ponga en dónde estará
los próximos meses, más cuando su prometido es perseguido por unos perros
hambrientos-el maldito encontró la carta que me mandó mi Berenice con su
hermano. Él, hace ya una semana, me alcanzó en un pueblo donde siempre
acostumbraba comprar provisiones antes de hacer un trabajo. No durmió, cabalgó
toda la noche para encontrarme al amanecer y darme la carta en la que mi amada explicaba
que debía ir urgentemente a “San Felipe”: su abuelo estaba agonizando y quería
verla por última vez. Me escribió que se quedaría por dos semanas y que la
alcanzara allí. Perra suerte.
-“San
Felipe” está a pocas horas de aquí, y vamos a ir a visitarla, espero no te
moleste que vayamos todos…-me dio una palmada en la espalda y me amarró al lomo
del caballo.
Estaba
muy débil, casi no podía abrir los ojos, no había tomado agua en muchas horas,
estaba deshidratado, esperaba que Berenice no estuviese allí.
Llegamos
de madrugada al pueblo. La banda del mugroso hacia disparos al aire, saquearon
la tienda de víveres, entraron a la taberna y se escucharon disparos y un
hombre salió por la puerta con un hoyo en el pecho, intentando respirar el aire
que se escapaba por el boquete que tenía en el torso. Corrían detrás de las
mujeres, que imploraban las dejasen en paz, a otros los lazaban como si fuesen
reces y los arrastraban por toda el camino. Yo sabía que moriría si no me daban
un poco de agua y algo de comida…
El
Mugroso empezó a llamar a Berenice, preguntaba a punta de pistola al
comerciante que estaba envuelto en una bata blanca que le dijera donde estaba
Berenice, el hombre decía que no conocía a ninguna Berenice. Uno de los de la banda
llegó y sin mediar palabra le disparo en la cabeza, el comerciante agonizaba
sobre la tierra. El Mugroso formó una fila de hombres y mujeres, todos sacados
de sus casas y de la taberna, los hincó y fue preguntando a uno por uno si
sabían dónde estaba Berenice. Al lado del Mugroso iba otro con una pistola que
iba ejecutando a los que decían “no”. Yo estaba aturdido, pero logré
distinguir, entre la fila de hombres y mujeres, un rostro que se me hacía
familiar.
-Tú,
idiota, ¿sabes quién y dónde está Berenice?-Preguntó el Mugroso.
Después
de dudarlo, y ya cuando el compinche del mugroso iba accionar su arma, dijo sí.
Sentí
un rayo electrificado recorriendo mi cuerpo, levantaron a ese hombre y lo
subieron a uno de los caballos. Seguimos el camino de tierra, no tardamos mucho
hasta ver, a lo lejos, una luz; luz proveniente del rancho del abuelo de
Berenice, sabía que todo estaba perdido. Iba pidiéndole perdón a Berenice en mi
interior por todo, porque le había fallado y de qué manera. Lloraba por saber
lo que le harían, por no poder protegerla.
Entramos
en el rancho, al hombre de rostro familiar, le pidieron que tocara la puerta, éste
lo hizo sin mediar palabra, la puerta se abrió y salió ella, mi amada Berenice.
-¿Es
usted Berenice, damita?-El Mugroso se acercó a ella.
-Sí…-fue
un sí al que imploraba se convirtiese en no, justo al llegar a los oídos del
Mugroso que ya salivaba…
El
Mugroso la tomó del brazo y la llevó conmigo, mientras los otros entraban a la
casa y rompían ventanas y puertas.
-Mira,
princesa, ¡la encontré! Esta hermosa-no tenía fuerzas para desatarme; musitando
le pedí perdón, mientras ella al verme rompió en llanto, pero antes de que mi
amada Berenice pudiese decirme algo, el Mugroso inmediatamente la aparto de mí.
Aquel
hombre, al que habían obligado a punta de pistola que los llevase con Berenice,
estaba hincado pidiendo clemencia, implorando por su vida que ya veía perdida
entre su victimario, la bala en la recámara del arma. La luz del pórtico mostró
ese rostro familiar, develo las formas y los modos, era su hermano, el hermano
que me había dado la carta y apretaba los ojos de dolor por saber que todo era
mi culpa, vi cómo el mugroso desnudaba a Berenice; ella gritaba y lloraba y me
llamaba… me llamaba para que la ayudara, sus ojos se clavaban en mi corazón,
pero yo no podía hacer nada…
Escuché
un balazo y vi como la cabeza del hermano de Berenice se agitaba y su cuerpo caía inerte sobre la madera
chillona. A mí me bajaron del caballo y me tiraron sobre el pasto. El Desquiciado le gritó al Mugroso si ya
era hora, éste estaba vuelto loco violando a mi Berenice, a mi amada, a mi
mujer, a la madre de mi hijo y yo estaba tan débil…
-Mátalo
ya…-dijo el Mugroso.
Sentí
una pedrada en la cabeza, pero a una
velocidad superlativa, seguido de un gran estruendo que me paralizó, sentí
húmedos los cabellos de la cabeza que explotaba en partes. Casi inmediatamente,
después del tiro en la cabeza, vi a todos envueltos en risotadas y disparando
al aire; el Mugroso se ajustaba el pantalón, vio mi cuerpo que yacía sobre el
pasto, dijo algo así como: “te dije que me soltaras, novato, tuviste tu
oportunidad y Dios sabe que la iba a cumplir”. Berenice estaba tirada sobre la
tierra llorando, desnuda, frotándose el vientre.
No
puedo evitar recordar, cada noche, lo sucedido. Aquí, sentado en esta vieja
mecedora, 30 años después.
Sigo
enamorado de ella como la primera vez, llorando por lo ocurrido; todas las
noches, cuando ella se recuesta en su hundido colchón, me hincó ante su cama, y
le pido perdón. He llegado a tirar vasos y hago que truene la madera, pero es
sin querer, no quiero asustarla es solo que me duele tanto. Esta sola, perdió a
mi hijo y eso hace que la herida en mi cabeza sangre, no me gusta, pero no sé
cómo evitar sangrar. Todo el pueblo la ayuda, saben lo que ocurrió, y el dueño
de la tienda de víveres, cada semana, le lleva lo necesario para que no le
falte nada. Mi Berenice agradece con la cabeza, casi no habla; me habla más a
mí: dice que regrese y que la lleve conmigo, que el dolor que siente es
insoportable, que es inhumano cargar con esa tragedia ella sola.
Y
yo solamente me acerco a ella sin poder tocarla ni hablarle y trato de
consolarla, de pronto, en un arrebato, cojo la escopeta y trato de salir a un
pie, en busca de esos malditos asesinos, y de ese malnacido que la violó, pero
al querer salir del rancho, todo se nubla, me mareo, pierdo el conocimiento, y
despierto sobre el pasto, el mismo pasto donde yacía mi cuerpo muerto.
Así
que solamente puedo protegerla desde aquí, en esta casa, sentado en esta
mecedora con la escopeta en la mano, viendo envejecer a mi Berenice, esperando
el día en el que ella pueda verme, entonces sabré que podemos irnos.
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