Tertulia
Al
anochecer, bajo el crepúsculo de la noche, Robles se resguardaba entre los
eucaliptos, entre los pasillos flanqueados por jardineras repletas de rosales;
acompañado por las siluetas oscuras que acostumbran pegarse a las paredes;
escuchando risas en la lejanía, con el acompasado sonido de los motores en
medio del tráfico. Detrás de un cedro, sale una pareja de enamorados, todavía
con los besos resbalando de la comisura de sus labios. Los perros filiformes
siguen en su búsqueda incesante de comida. Los faroles incorruptos comenzaban
con su rutina diaria, alumbrando a Robles que ya camina, despacio, con sus ojos
clavados en la esquina de la calle Traveler; mira su reloj, sabía que a quien
esperaba, debía salir en cualquier momento. Anhela verlo salir a la calle,
indefenso, inerme ante lo que solo Robles sabe que pasará, ignorando que esa noche,
para el que espera, sería la última.
Robles
fuma un cigarrillo en la contra esquina de la calle Traveler. Las luces de los
autos que avanzaban por la ancha avenida, alcanzaban su chamarra de piel negra,
no le importaba, tenía estudiado a detalle su plan: había pasado varias noches
sin dormir, pensando en qué rutas debía seguir su víctima. Cuál sería el mejor
escondite. A qué distancia debía estar para no ser descubierto. Se había hecho
a la idea de que debía ser muy paciente aún cuando los minutos y las horas
tocaran a la puerta de la desesperación, él debía continuar sereno,
desprenderse de la ansiedad, del miedo, de las arcadas que le dan de vez en vez,
cuando se deja poseer por el nerviosismo. Ahí estaba Robles, recargado sobre la
pared con una mano metida en el bolsillo de la chaqueta de piel negra, y con la
otra se llevaba a la boca el cigarrillo. Debió mirar el reloj unas cuantas
veces, parecía como si su plan tuviera fisuras, como si esas noches de
preparación se hubiesen hecho polvo en el primer paso. De pronto, la puerta del
viejo edificio de la calle Traveler se abrió, una sombra salió y se quedó un
par de segundos en la puerta, giró la cabeza de un lado a otro y se puso en
marcha caminando por la acera, despreocupado. Dio vuelta en la esquina norte y
Robles esbozando una ligera sonrisa nerviosa, hecho andar, cruzó la avenida
corriendo. Una vez en la acera de enfrente -no sin antes haber esquivado un par
de autos-, caminó aprisa. Pasó por la puerta del edificio de donde había salido
la sombra y rosó con sus dedos la puerta de metal azulada. Robles dio vuelta en
la esquina y vio a su víctima, andando con la cabeza levantada, metros más
adelante. Era una calle muy congestionada de gente que estaba desesperada por
llegar a sus casas, tomar un buen café, meterse a la tina o ver un poco de
televisión. La estación del metro estaba en la calle sobre la que iba el
objetivo, así que Robles podía pasar desapercibido entre la multitud –era hora
pico, la gente iba y venía apresurada-. Su víctima era una presa fácil: parecía
que no le gustaba la gente porque caminaba debajo de la acera, a pocos pasos
del tráfico, así que era relativamente fácil seguirle el rastro; era el único
que iba bajo la banqueta, sobre la avenida, junto a los autos que pasaban muy
cerca de él. Robles apenas terminaba de quitarle el último aliento al cigarrillo
e inmediatamente después como si el oxigeno nicótico se le agotará, encendía
otro cigarrillo que sostenía con los dientes.
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