Los cimientos: piernas
efímeras a mi vista sembrada y cebada en los días que ya no veo, en esta
claridad que eclipsa la visión de ti. Ceguedad sinuosa en líneas que
bajan y van. Van y suben: te forman. Ya tus brazos, querella en vida y
muerte, sentirlos ligados a mi espalda: el campo fértil de tus “te
amo”. Voz aquiescente escucho salir de un rincón, allá, donde te
conocí; ahí está, dice el gregoriano que no es sino ondulación aérea,
invisible: danzante del no-mundo, cuelas con tus graves tu canto.
Candorosa efigie convierto lo que soy, para verte, en la infinitud que
la eternidad ofrece y que sigo deseándola para acariciarte; pero un aire
mortal me recorre, y me dejo.
Hay una marra en mi destino que ya veo, como puerta en la lejanía, sobre un monte de luz y agua, sale una cascada de gracia y me llama. ¿Qué hacer? Si el demiurgo se alza y ya es el firmamento: espera. A mí, al que cava intemperante en una tierra de mármol. Y la sima creada es el umbral de mis deseos, y en ella caigo, para regresar contigo, a esa tierra de canela, para ser carne y afanarme en tus remozadas caricias; asperjarme hasta no ser nada y vivir en ti, en tu piel, en tu cuerpo y que me sudes en tus noches: quietud de mis deseos.
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