La tierra se corta, desgarro mortal,
desangrada en cantos que caen sobre el fiambre ¡y se mueve! Agua turbia
se filtra por todos lados, le hablan, de cosas, muchas, las que se
vocean en la tumba cóncava en la que yace el ¡¿vivo?! El líquido entra
en su boca y el paladar seco, gris, escamado reacciona al sabor amargo,
rancio, de años, los que se perdió por estar en su tumba; cavada por las
manos de los suyos, los nuestros, muchos años atrás.
Pero el héroe no muere hasta que la
gloria le es dada y por eso, envuelto en la magnanimidad, sale de la
tierra, con su traje de guerra carcomido por su patria, y con la mano al
aire y a grito atronador, nos ve: se descompone y se aterra por ver a
su ejército cabizbajo, indolente, apagado, sin voz, con las manos en los
bolsillos, conformistas y con un aire de resignación en el ambiente que
se hace irrespirable. Allí, el adalid cae hecho polvo sobre el
pavimento, la lapida de su tierra, nuestra tierra.
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