La mañana es noche eterna en mi morada de ambiente espeso por la rabia despedida por cada uno de los poros de mi cuerpo. Tu imagen se forma inmediatamente al cerrar los ojos, va, viene, detiene el paso, se vuelve y me miras. Te haces la difícil con tu eterna silueta estilizada contoneándose, y sabes que me tienes a tu merced, porque no puedo dejar de mirarte, pero aunque quiero correr y tocarte, tampoco ahí se concede mi deseo de sentirte. Nunca has estado ni cuando las sábanas trataban de juntarnos. En los vapores de la ducha te perdías. Mis besos no lograban sostenerse de tus carnosos labios. Tu voz de amiga, hermana, vecina, conocida pero no de esposa, callaba mis preguntas.
Te veo salir y, en el sonido de la puerta al cerrarse, se ahoga mi voz entrecortada. El traje me mordisquea el cuerpo, la corbata me ahorca, los zapatos sin brillo como mi mirada reflejada en el espejo. Antes de salir del departamento, mi masoquismo me acerca a la blusa que ella llevaba puesta el día de ayer; acerqué mi nariz y allí está el amante tocándola toda, fundiendo los labios en los de ella, las salivas son olas chocando contra rocas; las fragancias dejan estelas convulsas en el aire y éstas se hacen pedazos por ver el gocé de los cuerpos que ya sudan y es lo que huelo ahora, y cada día antes de salir del departamento. Vuelvo al cierre de ojos y estás allí, otra vez, caminando de un lado a otro, lanzando miradas hacia donde estoy, te detienes, y sigues, te pierdes, regresas, traes la blusa que el amante arrancó de tu cuerpo la noche anterior y todas. De pronto, caminas hacia a mí, estás cada vez más cerca; ya la pasión se hace carne y soy yo. Puedo sentir tu aroma; te vivo y me vives. Te digo que te perdono por tu engaño, que haré que lo olvides, pero pareces no enterarte de lo que estoy diciendo y sin mas, dices el nombre que en ocasiones mascullas por las noches, el nombre de ese hombre que hace que mis mañanas sean siempre noche.
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