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Berenice

Edward atisbó su inocuo estudio en las profundidades de su morada, al tiempo que una elegía se contoneaba en su mente, esperando salir a la menor provocación. Giró la perilla y entró en la habitación. El olor a papel y tinta lo llenó de gozo; frente a él, un escritorio desgastado, malhumorado por su falta de aseo y su uso esporádico. Tocó suavemente el mueble, pasando las yemas de sus dedos por encima del negruzco escritorio. Encendió la lámpara de pantalla diáfana. Miró a su alrededor flanqueado por estantes tapizados de libros; solapas que mostraban nombres de poetas, cuentistas, novelistas, ensayistas y hasta uno que otro inexorable filosofo. Se acercó a uno de los estantes y sonreía mientras miraba a Kipling asomarse, a Hemingway tratando de pescar a un pez espada; se detenía en Shakespeare y su tempestad cubierta con un halo de misterio. Mas adelante, creyó ver, entre la sombra que dejaba la luz, un hálito: era Poe y su Bon-bon, su plática nocturna con el demonio.
Él se sentía vivo de nuevo, al mismo tiempo que parecía crepitar la máquina de escribir cubierta de polvo. Jaló la silla de madera deslucida y se sentó; sus dedos candorosos se movían despacio, desentumiéndose, esperaban que la historia los sedujeran. Que lo barroco llegue al vértice de su materia y poder empezar la historia que carga sobre sus hombros el insomne Edward.
El trotar de las teclas desencadenó en una melodía que sólo los libros que flanqueaban a Edward, disfrutaban. Sus ojos entraban en la hoja que el rodillo hacia subir lentamente; no hay prisas, no para Edward, no para el que escribe. Se toma su tiempo, goza el hecho de sentirse libre, de poder echar a volar la imaginación; ya la elegía ha quedado soterrada en las profundidades del olvido. Ahora, es una mujer a la que describe con delicadeza, con suavidad. Edward aguarda a que el adjetivo le haga justicia a la mujer que describe, al rostro estilizado esculpido por la aurora que se mece en el firmamento. De cuando en cuando Edward se detiene, se toca la barbilla y siente que está pariendo una barba ínfima pero continua sin darle mucha importancia, y es cuando esa mujer -su creación- de moceada mirada lo atrapa, lo desnuda, y lo invita a describir sus curvas, sus pechos y caderas, sus piernas barnizadas en bronce y tierra de Cómala. Y Edward, completamente seducido, cae a sus pies de la mujer que ya lo besa y lo invita a su habitación, pero Edward se detiene porque busca en un cuento de Cortázar la respuesta; busca en París, un cuello de gatito negro y en éste una salida; una posible muerte anunciada gritada por el apellido Márquez. Pero no será así... Cortázar duerme en las profundidades del estante, cubierto por los muertos de Rulfo.

Edward se desborda en adjetivos cargados de nuevas esperanzas, de riachuelos desbordados en pasiones oníricas, y descubre entre las sombras unos anteojos y con ellos entra a la habitación de ella, de Berenice, le dice que se llama Berenice, le ha dictado el nombre y él lo escribe y es muy tarde porque la puerta se cierra. Edward se toma la barba con la diestra a la altura del pecho y sus parpados se van desahuciando sin notarlo. Él sigue escribiendo, y el barroco lo domina, el adorno de palabras enarbolan su ego, y es el tiempo de tirarla a la cama y entrar en el sexo de Berenice que ya grita y ríe socarronamente, mientras ve como los ojos nebulosos de Edward se marchitan, y la cabeza de éste cae sobre las hojas, deteniendo la marcha de las letras, dejando que lo cano de su cabello, cubra parte de lo negro del escritorio. Sus labios surcados por el olvido entreabiertos. Su mano marchita espolvoreada en años queda sobre un nombre, el nombre de la mujer que no pudo tener ni en su propia historia, ese nombre ambiguo, un nombre que también llora Dante, pero que Edward no puede buscar en el paraíso porque Berenice se quedó en su elegía advertida que no dejó exponerse.

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