Me había aburrido y
decidí explorar la zona. Dejé el campamento, algunos amigos preparaban los
trastos para server la comida, otros más juntaban leños para la fogata de la
noche. Las casas de campaña estaban pintadas de colores muy llamativos:
amarrillo, rosa, naranja, así que pensé en que si no me alejaba mucho podría
distinguir a lo lejos los colores: regresar no sería ningún problema –me dije-,
al echar el último vistazo hacia el bosque.
Cargué con una botella de agua, una
lámpara, un cuchillo, y con un “ahora regreso” tímido, me interné entre los árboles.
La verdad, no buscaba nada en especial, simplemente quería estar en contacto
con la naturaleza, donde el tiempo prefiere rodear la creación perfecta, tan
solo acariciando los troncos gruesos, añejos, de los que las ramas salen como
brazos en un constante querer acariciarme con sus hojas del tamaño de la palma
de mi mano.
Marcaba los árboles con el cuchillo para dejar la huella de mí
andar y así poder regresar. La verdad es que este viaje me ha entusiasmado
mucho y no tanto por compartir tiempo con los amigos pues en la ciudad están a
diario conmigo, sino por un extraño llamamiento que percibo en mi interior
desde hace tiempo: el venir a este lugar tan remoto. Crucé un riachuelo, de
inmediato vi que el bosque cambiaba: la flora era más nutrida, como si
estuviese devorándose todo lentamente, los árboles eran inmensamente más altos
y el terreno estaba cubierto por hierba, de pronto sentí que el clima cambió.
Me deshice del chaleco y lo amarré a la cintura. No avancé mucho hasta llegar
al umbral de una cueva.
La entrada era pequeña pero lo suficientemente grande
como para poder entrar. El silencio y la oscuridad me devoraron de inmediato,
me dio un poco de miedo y encendí la lámpara, descendí poco a poco, cuidando
cada paso; la extraña sensación de ir perdiendo el presente en cada huella
dejada, envolvía mi silueta oscura mientras bajaba por el túnel de la cueva. De
pronto me encontré completamente perdido en aquella oscuridad. Alumbré las
paredes de la caverna: había trazos, como pinceladas uniformes. Aquello no me
pareció extraño pues cualquiera pudo entrar y rayar dentro de la cueva, después
de todo no estaba a mucha profundidad. Sonidos pasaban como ráfagas, pensé en
pisadas, pero luego escuchaba como si estuviesen golpeando con una roca en las paredes de la
cueva. Ecos, eran ecos de voces gruesas sin palabras, gruñidos sin terminar por
serlos. Saqué el cuchillo, esperando que fuese un animal el que encontraría al
fondo de la cueva, pero nada salía a mi encuentro. Frente a mí, en la pared
rojiza que alumbraba la luz de la lámpara vi el choque de eras, de edades, de
especies: dibujos de animales, tallados en la roca; los contornos negros de
aquellas bestias pintadas con extremo cuidado. Aves, cabezas de felinos, manos,
palmas de manos de estos artistas prehistóricos; variedad de especies
acumuladas en ese lienzo perpetuo y natural, salvaje forma pictórica, arte
prehistórico, inicio, principio, cumulo de sensaciones me produjo el ver toda
la cámara donde advertí estar al pasar la luz por todo mi entorno. No había
resquicio donde pudiese ocultarse la nada, todo ahí era imagen viva; aquí, de
las paredes, cae pasado hecho polvo. Entre sombras, el círculo de luz
amarillento, las figuras se movían, juro que perdía la historia la inacción
ante mis ojos; miento si niego el haber llorado por aquella maravilla que tenía
ante mí: el contacto con la infancia de la especie me dejo inerme. No me atreví
a tocar el lienzo, no profané su arte, la maravilla… Detrás de mí sentí la
estela dejada por la huida de algo, de alguien, sus pasos se difuminaban por el
túnel por el que había entrado a la cámara. No estaba solo… Corrí por el túnel
con la luz de la lámpara rebotando en las paredes de la caverna y sudoroso y
nervioso no me detuve hasta que vi una luz blanca que entraba como filo de una
daga dentro de la cueva: la salida.
Me adentré rápidamente en la zona selvática
buscando las marcas dejadas en los troncos de los arboles, pero ya no estaban,
a prisa y con la piel erizada busqué desesperado alguna seña dejada por el
improvisado explorador que era yo. Me detuve y un ruido me sobresaltó, miré
entre el ramaje y vi un asentamiento, al primer contacto pensé en mis amigos,
pero la alegría se escurrió en mi sudor cuando vi que apagaban una fogata y
cargaban lanzas, usaban trozos de pieles de animales a manera de taparrabos y
uno de ellos usaba una piel más gruesa para cubrirse la espalda. El pelo era
abundante en todos ellos, labios prominentes, y narices anchas: rasgos toscos
de sus rostros me produjeron pánico. A señas y gruñidos uno de ellos empujaba a
los otros en mi dirección. Di algunos pasos hacia atrás sin despegar el ojo de
aquellos… hombres. No, no, eran hombres, no eran cómo yo, ni cómo nadie de lo
que yo haya visto jamás. Eran mucho más robustos, encorvados, con miradas feroces, con los
cabellos cayendo por sus frentes y corrieron hacía donde yo estaba.
Aterrado,
por un momento inmóvil, las piernas pensaron por mí en un acto impulsado por el
miedo a lo desconocido, reacción de supervivencia, que convertía a este cuerpo
en animal salvaje huyendo de su victimario, sin dirección. A lo lejos, al darme
un respiro, vi la ladera de una montaña, tardé lo que creo fueron muchas horas,
pues mi reloj dejó de funcionar en llegar a ésta. En el nacimiento de la
montaña, en una cueva, me oculté. Aquí pasé la noche. Al despertar, me di
cuenta que la cueva era poco profunda,
al punto de que no estaba en completa oscuridad.
A veces, mientras machacaba y
quemaba hojas y algunas ramas, escuchaba gritos desgarradores, lacerantes,
gargantas bestiales hacían huir a las aves. Con la tinta natural negra manché
la yema de mis dedos, y comencé a escribir sobre está pared mi historia. Si
alguien puede entender esto que he escrito, sepa que no está solo, que su
presente está en alguna parte de este lugar: temeroso, incrédulo, cazando, para
intentar sobrevivir con ellos.
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