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La Casona



Antes de abordar el último tren, a las 11 de la noche, que salía semivacío en dirección al pueblo Los Apilados, recordé las palabras de Caro cuando me advirtió que no me fuera, que la Casona de Los Robles estaba maldita y que de ahí no saldría jamás. Pero Caro es muy creyente de todas esas cosas paranormales, cree en fantasmas, en demonios y todas esas patrañas. Le he dicho que no se preocupe “regreso en un par de días, no hay de qué preocuparse”. Mis palabras no fueron suficientes, y ella sacó de un cajón una pila de recortes de periódicos donde se narran hechos pasados: muertes extrañas, desapariciones, y hasta se dice que el único que ha logrado salir con vida de la Casona, fue a parar al manicomio. La verdad es que todos esos artículos se basan en dichos, en rumores, en oídas; los pobladores cuentan muchas cosas para que Constructora Valdez no se acerque. “Tengo que ir, amor mio, los de la constructora no quieren esperar más, el proyecto debe iniciarse en un mes y tengo que ir para ofrecerles una oferta final por sus terrenos y mostrarles el plan de reubicación; mira aquí tengo los panfletos publicitarios, créeme que no dirán que no”. Y si dicen que no pues peor para ellos, de igual forma los vamos a quitar.                                           
Para dejarla más tranquila acepté que me pusiera este collar de plata del que cuelga una pequeña cruz dorada. Se despidió con un beso que todavía lo sigo sintiendo tan vivo, es como si ella quisiese venir conmigo, recostada sobre mis labios.

-Señor, disculpe pero ¿sabe si falta mucho para llegar a Los Apilados?
El hombre habló sin levantar la vista.

-Falta poco. Por los zapatos que usa puedo darme cuenta que no es de por aquí; es de la ciudad, ¿cierto?

-Sí, soy de la ciudad.

-Y ¿a qué va a Los Apilados? Ahí no hay nada, pura tierra suelta que se mete en los ojos, en las orejas y hasta en las ingles. Es un pueblo en decadencia… maldito.

Tercera vez que la palabra maldito salía a cuento: primero en la boca de mi esposa, luego en el epígrafe del diario y ahora este señor que parece hablar de Los Apilados de forma un tanto lejana…

-Usted, ¿es de Los Apilados?

-¡No! De los apilados no, amigo, esos murieron hace mucho tiempo –rio por la broma al punto de toser-. Mire, le voy a contar: el pueblo lleva ese nombre, porque hace muchos, muchos años, allá por 1818, llegaron muchos hombres armados a caballo, gritaban y disparaban a todo lo que se movía. Saquearon todo el pueblo: violaron mujeres, cargaron con los niños, a las viejas y a los viejos los mataron de una. A los hombres los formaron al amanecer y los fusilaron a todos, no dejaron a uno vivo. Ni los perros se salvaron. El dueño de la casa grande, Arturo Robles, estaba asomado en el ventanal de la gran habitación, golpeaba los cristales, maldiciendo a los asesinos. Dicen que se encerró en la habitación para despistarlos, para que al entrar, fueran ahí a buscarlo: el plan de Don Robles era que con eso, le diera tiempo a la señora Minerva de huir por el sótano… no lo logró. La señora era la mujer más bella del pueblo, muchos dicen que era francesa, otros que gringa… La señora junto con la servidumbre se protegió y cubrió las ventanas con maderos y atrancaron las puertas cuando vieron que la salida por el sótano estaba bloqueada por los cuerpos mutilados de los pobladores. Aseguraron todo, impidiendo que alguien pudiese entrar a la casa. La única forma de sacarla de ahí era quemando la Casona. Pues eso hicieron: apilaron todos los cuerpos de los pobladores alrededor de la casa, junto con leños secos embarrados de ocote, y les prendieron fuego en la madrugada. Mi bisabuela, contaba como su madre recordaba los gritos de la pobre mujer de Robles, implorando piedad y gritándole al señor Arturo. Los hombres armados se fueron al ver arder la casa por completo, pero la casa no cayó. Casi al amanecer se soltó una tormenta que apagó casi por completo las llamas de la Casona. Los pobladores de Las Grutas se acercaron en la mañana a ver qué había sucedido. “Los mataron a todos y los apilaron en la Casona de los Robles”, dijo aterrado el párroco, santiguándose. El cuerpo de Minerva, la esposa de Arturo Robles, y el de él nunca se encontraron. Ni cuando restauraron la Casona hace unos 80 años.

-Vaya historia…

-Terrible, desde esa fecha ha querido vivir gente rica, y otros atraídos por la historia de la Casona pero muchos duran 2 o 3 días y salen corriendo -risas-, otros, cuentan que los han visto entrar, pero nunca los han visto salir. Dicen que si estas dentro de la casa a partir de la media noche, se escuchan los lamentos de doña Minerva, y hay quien dice que hasta te llama, te invita a pasar a su recamara, la más alejada de la Casona, en el segundo piso.

-Wow, una leyenda digna de una novela, ¿no?

El hombre por fin levantó la vista y me vio directamente a los ojos, como queriendo arrancarme la lengua con su silencio.

-No se ría, no se burle…

Al llegar a las estación tuve que ponerme la gabardina, el frío era insoportable, no había ni un alma, el viejo que me acompañó en el trayecto siguió junto con el tren, es de otro pueblo, no recuerdo cuál. Y es que al final, cuando estaba preparándome para salir del vagón, me preguntó que en dónde me iba a quedar: “en la Casona, la de los Robles”. El hombre, sin mirarme, dijo “No le busque, no juegue con los muertitos que se lo van a llevar”.
Caminé por un par de horas, por una vereda que seguí gracias a que apenas alcancé a leer un letrero que decía el nombre del pueblo con una flecha oxidada apuntando en la dirección que voy. El frio carcome los huesos, yo no estoy acostumbrado a caminar tanto, por eso agradecí cuando llegué al pueblo, una banca de madera quejosa me recibió, lograba ver pequeñas luces separadas por la oscuridad, supongo que hay casas ahí, pero no es hora para molestar a nadie -3:00 am-. Seguí caminando, los ruidos de la noche me sobresaltaban de pronto. Noches donde lo invisible cobra vida. Al llegar al umbral de la Casona de los Robles, miré hacia arriba, los ventanales enormes, sin cortinas. Según el viejo del tren la Casona por fuera no era la misma que en 1818, pero por dentro sí. Abrí la reja y caminé por las piedras rojizas, a los costados, rosas marchitas y plantas cabizbajas se recostaban sobre otras más secas. Abrí la puerta de madera de la entrada de la Casona, con fuerza, parecía que no la habían abierto en años, la madera se estaba ensanchando por la humedad y era difícil abrir. Quedó un espacio suficiente como para entrar, el polvo de la puerta cayó sobre mi cabeza y hombros. Sacudí mi ropa y cabello. Vi la hora: 3:30 am.
La estancia era enorme, una gran escalera se desdoblaba por en medio de la casa. Busque un interruptor para encender la luz, pero pequé de ingenuo, por supuesto que no había energía eléctrica en una casa abandonada. Temía que pudiera haber ratas: no me gustan las ratas. Me dio la sensación que aquí dentro hacia todavía más frio que afuera. Recordé que traía unos guantes de piel negros en mi valija. No dude en ponérmelos. El único ruido que percibía era el de la piel de los guantes cuando cerraba el puño. Busqué una vela y la encendí, jalé una pequeña mesa que estaba pegada a la escalera y ahí coloqué todos los papeles que al otro día debía mostrarle a los pobladores. Tengo que confesarlo, daba miedo, por ello no quise perder más tiempo y me puse a trabajar de inmediato: tenía que llenar unas formas y firmar todos los contratos de compra-venta de los terrenos. La empresa se empeñó en darme un arma para mi protección “No sabemos que tan agresivos se vayan a poner cuando les digas que no están contemplados para el nuevo pueblo”. Mi amada Caro no entendía cómo una constructora iba a invertir en un pueblo tan alejado y perdido en la nada, pero no podía ni debía decirle el verdadero fin: la mina virgen que está a pocos kilómetros de Los Apilados. “El gobierno sabe de esto pero no se quiere meter, tú sabes cómo es esto, hay que guardar las apariencias, el pastel se va a repartir con ellos, obviamente, pero si algo sale mal, estamos solos, y ellos dirán que no sabían nada y hasta capaz te meten preso”. La casa que me prometieron como pago en una zona exclusiva de la ciudad por este trabajo bien vale la pena el riesgo. Caro se va ir de espaldas cuando regrese y le enseñe las escrituras liberadas y entonces viviremos como dios manda.

-Arturo…-una voz se escuchó a lo lejos.

Me quede inmóvil, tieso, de pronto era un niño con las sabanas hasta la cabeza, con los ojos cerrados, con los pelos de punta, sin saber qué ha pasado… No, no, es mi imaginación; sugestión, culpa del viejo y sus historias absurdas.

-Ven…

Saqué el arma de la valija, temblando, con los dedos aferrándose a la empuñadura.

-Estoy armado, quien sea que esté ahí, salga ya. Esta casa es propiedad de Constructora Valdez, tengo autorización de disparar a cualquier intruso…

Sudaba, recorrí la planta baja de la Casona: la cocina era un lugar lleno de maderos quemados, de tierra, alguna que otra vasija tirada en el piso. Seguí por un pasillo que pasaba por debajo de la escalera. Pasos, escuché pasos en los pisos de arriba. Salí corriendo en dirección de las escaleras, apunté hacia arriba y subí lentamente, los escalones resentidos parecía que no iban a aguantar. En la primer planta vi un pasillo que se doblaba la final; abrí cada una de las puertas que encontré y todas estaban vacías, pero seguía escuchando ruidos, murmullos. Regresé mis pasos y al sentir el primer escalón para subir a la segunda planta, la escuché de nuevo…

-Ven… ven…

No tuve duda, la voz era clara, como de una mujer joven, dulce, tierna, y me está hablando, me habla…

-Arturo…

Me llama por mi nombre, y en ese momento no recordaba al viejo y su historia, subí las escaleras, hipnotizado por esa voz de sirena encantada. El arma se soltó de mi mano, arranqué la cadena que colgaba de mi cuello y la arrojé por las escaleras; en la segunda planta la voz de mujer era más fuerte… al final una puerta inmensa de madera con relieves florales se abrió, pero no pude ver qué había dentro. Entré a la habitación. Desperté de pronto de la hipnosis, jadeando, buscando la salida, la puerta estaba atorada, un gran madero atravesado y clavado en la puerta hacia imposible que pudiera moverla.
Escuché ruidos afuera, como de caballos, y gritos, parecía que estaban disparando. El ventanal se iluminó, me asomé y vi siluetas, sombras, formaciones de hombres y caballos, antorchas. El terror me invadió cuando vi que apilaban muertos alrededor de toda la Casona. Golpee la el cristal de la ventana tratando de romperla, pero no le hacia nada. Los hombres a caballo gritaban que las quemaran junto con la casa, que no dejaran a nadie con vida, se carcajeaban. Busqué mi arma pero ya no estaba, Minerva, te juro que ya no estaba. Te escuchaba, podía oír tus plegarias y cómo golpeabas la puerta pidiendo que saliera en tu auxilio, pero la puerta me lo impidió. Cuando la casa ardía y todo era humo, tus gritos me quemaron más que las propias llamas que me consumían rápidamente.

Así fue esta vez, Minerva. Ahora, por un pequeño agujero en la puerta que ha dejado el incendio, trato de calmar tu llanto con palabras, y entonces me acuerdo de Carolina, la que dejé viva en la otra vida, la que no quería que viniera a tu rescate, pero deja de importarme, cuando soy consiente de que te amo, Minerva; y es solo cuando llego aquí, a nuestra habitación, es cuando me veo en diferentes cuerpos, son flashes de situaciones y vidas distintas que me hacen llegar aquí para tratar de rescatarte de las llamas, de los barbaros, pero nunca he podido derribar la puerta, Minerva, nunca. Tendrás que esperarme de nuevo, Minerva, para ver si con otro cuerpo puedo rescatarte, y ya no verte toda quemada, sin decir nada, solo llorando, sufriendo por nosotros.    



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