Aquel
hombre vaga por mis sueños, cubriéndose el rostro con sus manos. A
veces sale corriendo sin dirección, como si de pronto hubiese recordado
el lugar al que debía llegar, pero intempestivamente, detiene su prisa.
Mi sueño es un inmenso manto blanco, acompañado por paredes yermas, sin
aire, carente de formas y sonidos. No hay sol, ni luna, ni firmamento.
El hombre se desespera porque el lugar donde está no es muy
grande, y por su forma cuadrangular, hace aun más penoso su andar: se
golpea constantemente contra las paredes. Y es en ese momento cuando
grita, se exaspera; patea los muros con todas sus fuerzas; gruñe, llora y
cae al piso. Después, nada. Al cabo de un rato el hombre levanta su
delgado cuerpo -aún no despega las manos de su rostro-, y camina, otra
vez, como en todos mis sueños, todas las noches, por la misma ruta; como
guiado por un riel, sigue su sempiterno y lastimoso andar.
La violencia en nuestro país es un reflejo de nosotros mismos: de todo lo que hemos dejado de hacer en conjunto por el bien y mejoramiento de nuestra sociedad. La historia de México se ha vivido en un marco de violencia desde antes de la conquista hasta nuestros días: somos un país que está aprendiendo a vivir en libertad. No debemos olvidar que somos una nación muy joven con poco más de 200 años de ser una nación independiente. No podemos esperar estar en niveles de calidad de vida comparables con naciones como lo son las llamadas de primer mundo, pues ellos son el resultado de su vasta historia, en las que ya cometieron sus propios errores y de ellos aprendieron. Ahora nos toca aprender de los nuestros. Hay que tomar en cuenta que el ejercicio y aplicación de nuestras libertades las hemos podido ejercer apenas hace muy pocos años y es por está razón que muchos no saben qué hacer con esa libertad: para ser libres hay que saber serlo. Es palpable la violencia dantesca que
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