Me encamino a un laberinto del que no sé si seré capaz de salir. Adosado en las paredes pintadas por letras deformadas escritas por manos temblorosas; sigo por estos pasillos hueros, escalofriantes, que hacen trepidar a estas piernas que te buscan sin detenerse en ver cómo sufro por no saber si podré salir de aquí. El sol de estío cae con todo su peso y hace más difícil la tarea. Entre más me adentro en este dédalo aquiescente, más me exaspero por darme cuenta que ya no hay vuelta atrás: la cuerda que llevaba amarrada a la cintura para no perderme se ha amputado de mi cuerpo sin darme cuenta. Inmóvil, transpiro, la vocación perenne golpea mi espalda, empuja a un bulto que no quiere seguir por miedo a morir. Osamentas de los que nunca pudieron encontrarte, yacen oprobiados a mi paso.
Han pasado años desde que inicié esta travesía, veranos, otoños e inviernos han quedado en el olvido, y no he probado bocado ni agua ni siento la necesidad de satisfacer a mis obligaciones naturales. Estoy cansado de tanto andar, la barba me llega al ombligo, el cabello descansa sobre mi espalda; las arrugas siguen jalando mi rostro. Los huesos duelen, pero sigo caminando por este interminable y enrevesado sitio. De pronto caigo en cuenta que el palo que funge como bastón -tercera pierna de mi cuerpo- es una pluma, y el piso dejó de ser tierra negra para ser un inmenso lienzo blanco del cual nacen letras a cada pisada, huella de mí andar. Esbozo una leve sonrisa y acelero el paso, y la tela se llena de palabras, más palabras -felicidad, eterna dicha-, y corro, ya corro, a la velocidad que me permite la pluma, la historia se forma a cada zancada. La carcoma que he cargado por años cae muerta.
Paso días, semanas y meses corriendo -sin preocuparme de si podré salir de este laberinto-; con las manos ampolladas y los pies llagados, pero al fin la obra ha sido terminada, cuando la pluma se clava de pronto en esa interminable hoja que yace bajo mis pies -me hace tropezar-, formando una mácula negra, que hace de punto final. Al levantarme, miro escéptico a mí alrededor. Las calles llenas de gente, soslayan mi presencia. El ruido de motores pican mis oídos, perros callejeros se acercan y me huelen, el olor de panes recién horneados que despide la panadería a la que por años he ido, abre mi apetito. Me dejo caer sobre una banca -bajo el brazo: un fardo de hojas-, y suelto la carcajada -no me importa que la gente piense que soy un loco vagabundo-, dejo que los pulmones expulsen mi júbilo al tiempo que abrazo el hato de hojas llenas de palabras, mis palabras, mi historia, mi obra.
A veces es difícil encontrar la inspiración. Otras surge sola, sin ni siquiera haber sido llamada...
ResponderEliminarUn abrazo