Arrastraba el cadáver
por la oscura habitación custodiada por sombras errantes, formadas por el haz
de luz que se colaba por la rendija de la puerta. Secaba el sudor de mi frente
con la palma de mi mano. Risas en la lejanía sobresaltaban cada fibra de mi
cuerpo: los ojos que se abren como soles inmensos esperando ser descubiertos por
alguno de los invitados a la fiesta de cumpleaños de mi esposa. Se detiene una
mano negruzca en mi hombro, me toca: giro sobresaltado, de mi boca expulso el
miedo que se disipa de inmediato cuando veo que es solo un brazo de los tantos
formados a causa de la luz que corta en tiras a la oscuridad. Tranquilo… me
dice mi mente, pero el sudor escurriendo por mis axilas, frente y cuello dicen
lo contrario: hace que me apresure, y mi brazo no puede más por el peso que
arrastra. Manchas, vereda negra que surca el mosaico grisáceo, hace que el
pánico aparezca: ¡me descubrirán! ¡Estoy tardando demasiado! Cierro los ojos
intentando pensar con claridad, y los niños que se persiguen soltando risotadas
por el pasillo. Las amigas de mi esposa chocan sus copas, ríen. De pronto
golpean la puerta donde se supone no debo estar… Enmudezco. Me hago pequeño;
quiero que las sombras oculten mi cuerpo bajo su frio manto… Pasos en retirada
alcanzo a escuchar: respiro. Abro el armario y meto el cuerpo sanguinolento de
Beatriz. Detrás de los trajes y los vestidos, oculto sus piernas cuando pongo
una maleta de viaje frente a éstas. Resoplo, y me tranquilizo; cambio mi camisa
manchada de sangre y la escondo junto con los guantes de látex en una bolsa
negra que oculto bajo la camisa secundada
por el saco del traje. Salí de la recamara con sigilo, de reojo, miré para
asegurarme de que no me siguiera nadie. Escapé.
-¿Firmó el divorcio,
amor? -dijo Rosaura, amiga inseparable de Beatriz, al tiempo que besaba los
labios de Alberto y éste encendía el motor del auto.
Vio, por el retrovisor,
luz en la habitación donde había dejado a su ya exesposa.
-Muñeca, lo firmó -murmuró
Alberto.
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