El niño ríe e inunda de carcajadas la
plaza; un viejo de bigote ladeado dormita, el sombrero se aferra a la
cabeza del añoso. Aquel perro olisquea las rendijas que dejan las baldosas
al pegarse, sigue un rastro, tal vez, el olor proveniente de la carne
de hamburguesa que está comiendo el hombre de traje gris que sostiene un
refresco medio lleno sabor mandarina con la mano izquierda. De cuando
en cuando de la boca del hombre cae un trozo de lechuga al suelo y el
perro, que ya está ahí, lame primero la pincelada de mostaza que ha
herido a lo verde de la hoja de lechuga. Termina por comerse aquello.
Una mujer con ropa deportiva trota.
El heladero hace repicar sus pequeñas
campanas que cuelgan del tubo con el que empuja su carro de helados, no
tiene prisa, los niños gritan y señalan al hombre de los helados, las
madres que siguen en la platica e ignoran a los infantes. A lo lejos la
pareja se besa despacio, hablan, acarician, él le toca los
muslos, ella se pone nerviosa y ríe y se aleja un poco, él sigue el
juego de las risas y se acerca para besarla por enésima vez, y ella no
tiene por dónde escapar, la jardinera la empuja contra el enamorado.
Todo aquello es una pintura acompañada por ardillas que se asoman para
ver si el pincel alcanza a plasmarlas en el lienzo.
Pero toda la belleza se aparta al verlo... Es hora, el trabajo debe hacerse… ni hablar. Vuelvo a mirar la fotografía de aquel hombre para estar seguro. No hay duda.
Me acerqué a él como aquel que va a matar a un hombre y jalé el gatillo en medio de la plaza.
Pero toda la belleza se aparta al verlo... Es hora, el trabajo debe hacerse… ni hablar. Vuelvo a mirar la fotografía de aquel hombre para estar seguro. No hay duda.
Me acerqué a él como aquel que va a matar a un hombre y jalé el gatillo en medio de la plaza.
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