De las
comisuras de mi boca resbalan las letras que debí decirte antes de verte partir
con otro. Es tarde, no hay remedio, adusto el gesto que se ha quedado esculpido
en mi rostro; la sonrisa no viene más por mí y ni quiero recibirla. Me paso los
días tomando café, una taza detrás de otra sin parar en un eterno carrusel de
recuerdos mezclados con lo negro de mis lagunas mentales que hacen perderme de
momentos que añoro regresen a esta memoria desmemoriada. De nada vale tener
todo un álbum de fotografías donde apareces sonriéndome, viviendo años pasados,
jugueteando con el gato; dejando que el perro pase su ensalivada lengua por tu
cara; las fotos en las que me besas…
No tengo
hambre: hay dos rebanadas de jamón, un pan blanco, un vaso con agua, un huevo
en el refrigerador, con eso qué hambre me va a dar. Llevo muchos días pensando
en si debo comer o no…
El golpe
que dio la puerta de entrada del departamento al cerrarse estrepitosamente, me
sobresaltó y corrí al pasillo…
-¡Gabriel!
Carla
lloraba inconsolable, y yo no podía creer que ella estuviera aquí; lloraba
junto con ella por verla de regreso en casa. Quería abrazarla, acariciar sus
brazos, sus manos, besarla toda, amarla…, pero no pude, ella pasó de largo y
cayó de rodillas, con las manos sobre mi cuerpo filiforme, y me sacudía y
gritaba y lloraba, y yo miraba la escena estupefacto, sin dar crédito a lo que
allí acontecía. Carla sostenía la cabeza de ese cuerpo, yerto, sin color, al
que le imploraba la perdonara por su abandono. Mi cuerpo estaba bañado en ella,
en su súplica. Y de mi boca salió un sí
sin que yo pudiese siquiera pensarlo; me senté en la silla del comedor,
anonadado, y me preparé un emparedado de jamón, mientras ella seguía buscando
un perdón que ya le había dado.
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