Qué desdichado soy, pero ¿por qué tuvo que pasarme esto a
mí?; ¿por qué mi máximo miedo se ha hecho realidad? Me cuesta mucho trabajo
respirar, dejé de llorar hace unos minutos para conservar el poco aire que
queda en este lugar, busqué en mis bolsillos algún fosforo o encendedor: no
encontré nada. No sé cuánto llevo aquí, perdí la noción del tiempo, pero no me
parece que haya pasado mucho tiempo. Aún
estoy con vida, aunque hubiese preferido mejor no despertar, mejor ahogarme en
mis sueños y así evitar este sufrimiento. Por mi cabeza pasa el suicidio.
¿Cómo? Cómo suicidarme si lo único que tengo son mis manos y soy incapaz de
acercarlas a mi cuello, no me atrevo. Mejor espero, no debe faltar mucho, pero
y es que mientras sigo vivo pienso, y si pienso me descompongo, me dan arcadas
y apenas puedo moverme; sudo, me rasguño los brazos, la cara, grito, pero mi suplica se ahoga entre la espesa niebla de
mi vaho desahuciado. Pienso en mi familia, en los que vieron mi cuerpo tendido
sobre el mosaico frio y pálido de la cocina; los escuchaba pidiendo ayuda,
sentí las manos de mis hermanos sacudiéndome, sentí al vecino tomándome el
pulso; escuché a los paramédicos cuando dijeron que ya nada podían hacer por mí
y entonces el llanto salpicó las paredes, y las negaciones cimbraron los
cimientos de la casa. Me abrazaban y yo quería gritarles que no debían darse
por vencidos, que seguía vivo, que podía escucharlos, quería moverme y no
podía, sentía que hablaba pero mis labios no se movían. Me cubrieron con una
sábana, después me quedé dormido. Al despertar, podía percibir el aroma de
flores, escuchaba murmullos, de cuando en cuando me tocaban la frente con
ternura, me decían que me extrañarían. Escuché a lo lejos el llanto de mi
madre; madre que enterraría sus manos en la tierra y escarbaría hasta quebrarse
los dedos con tal de sacarme de aquí. Pero no lo sabe y más me quiebro, ¿Por
qué tuve que despertar aquí adentro, por qué aquí sí puedo mover los labios y
gritar, por qué aquí sí puedo abrir los ojos aunque la oscuridad se devore mi
visión?
Cuando en mi velorio se acercó mi madre yo quería alcanzarla
para abrazarla y decirle que estaba vivo, pero casi inmediatamente, me volví a
quedar dormido, me regresaba la desgraciada anestesia. Al cerrar la tapa del
ataúd desperté. Sentía cómo me bajaban lentamente a ese agujero infame cubierto
de tierra negra; lugar donde tu rostro deja de serlo para pasar a ser una
imagen distorsionada que, termina por olvidarse, y entonces sólo quedan
segundos que se rebobinan una y otra vez hasta que ya no duele tu partida, ese
día donde serás sólo una fotografía pegada en el álbum familiar. Ahora en un último
intento, justo al sentir cómo mi vida se sofoca, clavo las uñas en la madera,
tratando de rasgarla, golpeo con mis rodillas la tapa, le grito que estoy aquí,
le grito que estoy vivo, le grito a mi madre que aguantaré, que no me rendiré,
pero le suplico que se apure a escarbar, y a lo lejos escucho su dulce voz que
me dice: “aguanta, hijo” con las palabras cubiertas de dolor. Pero cuando mi
madre, cubierta de tierra, abrió el ataúd, se arrodilló y me abrazó, miraba al
cielo, le reprochaba al omnipotente el que no me haya dado unos segundos más,
golpeaba la tapa del ataúd, me besaba las mejillas. Me sostenía entre sus brazos, se mecía; mi cuello colgaba,
la boca estaba completamente abierta, y los ojos como queriendo salir del
cuerpo, mis manos ensangrentadas, y mi cara rasguñada. Salí del ataúd y la
abracé y le susurré al oído: “Madre, ya no me duele, ya puedo respirar, ya
estoy fuera de este ataúd”. Pero mi madre no pudo escucharme y siguió abrazando
mi cuerpo inerte.
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