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Habitación de hotel





El roble flanquea una casa que se cayó a pedazos a mitad de la avenida. Las señalizaciones parpadean un amarillo preventivo. El sonido de los automóviles desesperados por cruzar la avenida retumba en la habitación situada en el segundo piso de un hotel barato. En la esquina se asoma un supermercado.

Del bolsillo, la mano, saca unas monedas. El mostrador las recibe fríamente. El café resbala por la garganta y el estómago siente una ligera quemazón. La acera fraccionada en infinidad de líneas, unas gruesas otras no tanto, sigue hasta el otro extremo de la calle. El sol no sale, no quiere. Los semáforos no sirven. Un brazo azulado trata de aligerar el tránsito. Algunos ojos se ocultan entre una fila de autos desesperados por quitarse de encima al tráfico. 

La puerta del hotel se deja abrir como una virgen. Un resoplido vaga alrededor de una mesa que está pegada a una ventana que da a la calle. La tarde es depresiva. Las palabras apenas salen de unos dedos largos y flacos que teclean dubitativamente. Varios cigarros consumidos yacen en un cenicero ennegrecido. Los labios se aferran a la orilla de un vaso que contiene algo parecido al whisky. Frente al hotel se levanta un anuncio espectacular con la imagen de una mujer en lencería. La imagen de ese bulevar no cambia mucho a través de la ventana. Alguna sensación de hartazgo se desprende en la habitación y la deambula. “Hoy no será” masculla una boca amarillenta. El reloj se adelanta cuarenta minutos. El teléfono suena. “Estoy subiendo” dice el aroma de unos labios cálidos y delgados. Unas cuantas palabras permanecen en la pantalla de la computadora, aburridas. Una seguidilla de ligeros golpes en la puerta resuenan al interior de la habitación crepuscular. “Entra”. Los pantalones caen hasta los tobillos. Un par de billetes descansan sobre la cómoda.

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