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Algún cadáver



Pretendo hacerlo con una bala, una pistola cargada puesta sobre mi cabeza, y a la misma vez da una rabia, una distancia desde la que veo mi vulgaridad, no por el intento: por la forma. Una bala, la necesidad de bala, manía de personaje barato, como de película de bajo presupuesto, como de alguien que se hace el tonto al escribir, como el que de tanto no se le ocurre nada y entonces ya tienes una bala y una pistola sobre la cabeza, de melodrama, de lloriqueo, del gesto, así como queriendo llorar, como no queriendo morir, y no se muere, no me muero, porque el suspenso, porque próximo capítulo, porque la señora se quedó mordiéndose las uñas, y yo no disparo, sudo, una risa, un motivo para largarme ronda la necesidad, pero no así, no con esta precariedad, no así de patético, de poquísima imaginación; y pasa la lejanía, como desde el pasado, otro absurdo, otra tontería, una errata más se suma a mi cerebro, una huida, se escinde el pensamiento, me voy, y los Neandertales, ¿qué con ellos?, y ahí andaban muy listos, muy quitados de la pena, muy sin muerte, muy sin querer morirse, muy alejados de la puerta de salida, ¿de qué privilegios gozaban para no querer morirse? ¿Ya eran conscientes que bastaba con abrir los ojos para ir muriéndose y lo aceptaban? ¿Por qué nunca nos preguntamos eso? Malditos ellos, malditos por tan felices, y tiré el arma por la ventana y esas balas, y esas balas que matan por no dejar, matan porque para eso viven, pero se aburren, se aburren del que se arrepiente, me bostezan en la cara o se burlan, o es el bostezo de la burla, de escena anterior, de la pistola pegada a mi cabeza y se reían, y el chilletas ya no sabe cómo morirse, el niñato que ya no sabe cómo salir de la ausencia, del vacío que dejan otros y otras, o ella, o cualquiera ella, o una alguna ella, y enseguida las cosas, y más que las cosas, las sombras de las cosas, y de reojo algo camina, insectos-sombras, sombras en forma de insectos, se mueven muy rápido, tal vez, cucarachas, son veloces, cuando intento verlas desaparecen, así siempre, así hoy más que otros días, al rato la silueta de un encorvado y volteo y nada: lo negro, la negrura adosada a las paredes; y los ruidos, vivos, muy vivos y otra vez más sombras, y vocecitas que de tanto nos reímos juntos. Luego uno se aburre del absurdo, de aquello imposible, y es cuando te dicen loco, y psicólogo y psiquiatra y medicación y luego terminas por no creer que pueda existir la locura, que todos tropiezan alguna vez, que es normal, que si mis palabras se cortan es porque la vida es así, porque todo parece ocurrir de la forma en que las cosas deben ocurrir. Más tarde una felicidad, después una especie de lentitud, de mentira, de caída a cuenta, de querer comprender si ese sentirse bien era real, y las voces vuelven con sus sombras y sus risas y sus preguntas y sus imperativos, y se repiten tanto que ellas mismas se hacen bolas, se reconstruyen para decir lo mismo, siempre lo mismo, una y otra vez la misma cosa, y el psiquiatra aumenta la medicación desde la apatía, entonces el hartazgo, ese dejarse al abandono, ya no caminar, ya no intentar dar un paso y el otro, luego terminas aquí con la bala que se divierte cual adolescente, y la veo y me pregunto si ella terminará por aliviarme. Bah, vaya decadencia, qué final, vaya pobreza de recursos, qué final tan meloso, de una ternura literaria, poética, de sangre azul o de no sangre, mejor, de transparencia y de una caída lentificada y un epitafio y la estela y los dolientes y los años canónicos, y luego ya también todos se quieren morir de la misma forma, y yo queriendo tragarme la bala o enterrarme el cuchillo o una soga, o a veces basta con caer desde lo alto del edificio, o a veces te mueres sin hacer maldita cosa, pero esa manera tarda demasiado tiempo.

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