Uno a uno entraban hombres y mujeres a la gran
capital del mundo, también llamada como el Gran Templo o La Gran Biblioteca.
Millones de ellos esperaban su turno. Las filas le daban varias vueltas al
globo; sin embargo, lo que resguardaban esas paredes, era en extremo fascinante.
Se anunció por años el momento en que los hombres jamás volverían a dudar de
cosa alguna: serían dioses. Llegó el día.
Algunos se hacían viejos de tanta espera por entrar
al recinto, pero aquellos eran los menos. Eso sí, una vez entraban al Gran
Templo –pieza arquitectónica edificada al interior de una montaña—no tardaban
sino instantes en abandonar el templo.
Conforme iban saliendo, se podía ver que ellos,
estaban pasando por una especie de muerte lenta; sus rostros parecían expresar
la mayor tristeza jamás conocida. Sus ojos no podían sostener más el mundo, su
mundo. Caían entonces en una especie de vacío que los tumbaba sobre la
grandísima plancha –y no era más que espacio puro— que se perdía a la vista de
tan extensa.
Los humanos fueron apilándose, recostándose boca
arriba hombro con hombro, como cadáveres sin serlo. Todos esos pobres seres
humanos lloraban una pérdida que les significaba su propia muerte. Vi a
infinidad de mujeres, hombres, niños y ancianos, soltarse de las manos. Como si
de pronto toda conexión emocional se fuese desvaneciendo.
Aquello me estimuló a tal grado que me acerqué a uno
de los hombres que salía del recinto, a penas con un paso a fuera le pregunté
(y tenía que ser de este modo: ya que al dar unos cuantos pasos, se olvidaban
de hablar):
—¿Por qué todos salen tan tristes, tan muertos,
señor?
—Porque ahora ya lo sabemos todo –sentenció el
hombre con la frialdad de aquel que no duda de sus palabras.
Entonces fui hacía adonde estaban las filas de seres
humanos que esperaban ansiosos por entrar a La Gran Biblioteca —un inmenso muro
impedía que los que estaban por entrar, miraran a los demás que salían— Unos
reían, otros, abrazados, esperaban expectantes, nerviosos, su momento. Otros
más bailaban, algunos niños un tanto aburridos comenzaban a jugar entre ellos. Los
adultos hablaban de tantas cosas interminables. Y los novios siendo novios. Y
los ancianos sólo mirándose asustados.
Los contemplé como aquél que no puede cambiar por sí
solo los acontecimientos. Como ése que tiene que vivir para contarlo.
Al poco tiempo, no sin antes haberlo meditado,
pensado y luego escrito en completa soledad pues no quedaba nadie en pie, caí
en cuenta que había sido testigo del mayor acontecimiento en la historia de la
humanidad, del fin de los tiempos, del fin de todo. Fue entonces que también,
como ellos, me recosté sobre la gran plancha a esperar, sólo eso, esperar ese
sueño del que estoy seguro, inevitablemente, algún día despertaré, en otro
sitio.
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