Y entonces algo dejó de ocurrir. Justo cuando estaba
por darle clic a “comprar” el libro Comisión
de las Lágrimas de António Lobo Antunes, la conexión a internet se perdió.
Pensé que habría sido un error momentáneo. Culpé a la Tablet en un primer
momento. Después miré el celular buscando la confirmación de que había vuelto a
un pasado que ha terminado por ser demasiado lejano como para entender que se
puede vivir sin estar conectado a la red.
No es que fuera extraño que la compañía que ofrece
el servicio no fallara nunca, es que no podía ser hoy, en esta noche que aburre
de tan larga. Me quedé a medias en la lectura, quiero decir que sólo alcancé a
leer la muestra, las primeras treinta páginas de la novela que te ofrecen de
previa a la posible compra. Me costó aceptar el desconecte, entender que sí,
que la vida puede ser así de muerta, así de sola, llena de ausencias.
Por unos minutos me quedé quieto sobre la cama, boca
arriba, viendo que las líneas del techo no formaban ninguna figura, ninguna.
Suspiré. Volví a revisar si es que ya había cierta vida digital en el celular:
nada. Traté de calmarme, y me repetí que todo estaría bien.
Ha pasado poco más de una hora, ya me he resignado a
que tal vez no vuelva el internet hasta la mañana siguiente. Decidí que mi
mejor opción era poner algo de música y relajarme. Intentar cierta forma de
contacto con el pasado. Vislumbrar mi infancia. La soledad me sirve para volver
a ese espacio donde mi existencia tenía un sentido más lógico y verdadero, por
lo menos, más justo, porque no hay ser humano más honesto con su naturaleza que
un niño.
Yo fui niño. Hace muchos años. Y recuerdo que en ese
entonces se podían hacer tantas cosas afuera, en la calle, con los amigos, con
los primos, con los que se reunían a pegarle a una pelota o a jugar la
ocurrencia del momento. También allí, sucedían situaciones que a la distancia
resultan muy graciosas. Recuerdo haber apedreado los cristales de una escuela,
o mejor, del único salón de la escuela de un pueblo perdido en la aridez de
Guanajuato junto a uno de mis primos. Aquello no fue una agresión intencional,
no hubo malicia, sino más bien un concepto de libertad lúdico que nos hizo
pensar que aquél salón estaba abandonado.
La escena era un tanto una pintura que hacía pensar
en lo surreal, en una serie de elementos que no concordaban pero que juntos
daban cierto sentido: un salón de clases que en sí mismo era la escuela del
pueblo, en medio de un descampado, en la que se ve a dos niños citadinos de
diez años de edad, con lentes oscuros y cantimplora al cinto, lanzando piedras
a los cristales, en medio de un sol absurdo.
Aquello duró un rato y eso nos dio la confianza
necesaria para continuar, después de todo, si nadie nos había dicho nada es
porque claro, estaba abandonada. Tiempo después llegó una horda de gente muy
enojada, junto a algunos niños que probablemente tomaban clases en esa escuela —a la hacienda venida a menos donde se realizaría la
fiesta de bodas a la que mis padres habían sido invitados—, a cobrar por los daños causados a la escuela: la
única del pueblo.
Recuerdo que nos sentimos un poco contrariados. Nos
costó entender que eso fuese una escuela, nos costó entender que la pobreza era
eso que apedreamos. Sin embargo, todo se arregló. Supusimos que nuestros padres
habían pagado los daños -nunca nos regañaron o si lo hicieron, no lo recuerdo.
Entonces volvimos a los juegos y a las leyendas y a las bicicletas con las que
recorríamos las veredas vacías.
Nunca volvimos a ese lugar. No hizo falta. Nos
hicimos mayores y los años nos fueron quitando las piedras de las manos, la
inocencia. Fuimos entonces adultos, esa etapa en la que te da por recordar este
tipo de absurdos. Y luego uno se pregunta cómo pudo ser capaz de hacer tal o
cual cosa: cómo pude haber apedreado esa escuela sin pensarlo dos veces. Cosa
de niños, y reí porque eso ya era el pasado.
Aunque pensándolo con detenimiento, me pregunto si
esos niños que iban a esa escuela, ahora adultos y que tendrán más o menos la
misma edad que yo, me reconocerían si volviera. ¿Alguien en este momento estará
recordando a ese par de chamacos chilangos que un día por sus huevos apedrearon
su escuela? Tal vez se acuerden de lo que pasó, porque seguramente ayudaron a
barrer los cristales rotos, recogieron el globo terráqueo al que le di con mi
puntería de arquero, limpiaron el polvo de sus butacas, no sé. Es probable que
ellos no necesiten que se les “vaya” el internet para recordarlo, para revivirlo,
con suerte también con risas, lo que algún día nos hizo ser iguales, ser niños.
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