Algo
de la noche se derrumba, los pedazos no caen encima de mí, no pueden, me
traspasan, y pienso –siempre, pasadas las 10 de la noche, siempre— en que antes
de mí hubo alguien más y una ella que aquí mismo me dijo entre silencios que no
debía quedarme a esperarla, que debía levantarme del banco e irme: “deja el
trago y vete” dijo y solo contesté que porqué el que tenía que irse era yo:
“¿por qué no te levantas junto conmigo?”, y no contestó, no dijo una sola
palabra. De un trago terminó su bebida. Yo me quedé mirando desde detrás de mis
ojos.
La
noche no calla la caída de sus mosaicos.
Miro
de un lado a otro a la gente, el bullicio, los murmullos, las meseras
acomedidas, las copas vacías –la mía nunca se termina—, la banda de jazz, el
hombre solo, y al más solo en la esquina del bar, atormentado. Otro igual a mí
da vueltas por todo el bar como loco, otro baila consigo mismo, otro se llora
amargamente, y todo aquello es así siempre, y todos nos vemos de cuando en
cuando cada noche, y solo eso.
—
¿Y si me hubiese ido, y no ella? —dije
con la tonalidad de una voz que no termina por salir de mí.
La
estela de esa mujer se pierde entre las mesas del bar. Vuelvo a mí y le doy un
buen sorbo al trago. No digo una palabra más, no tiene caso. Mañana buscaré el
mismo camino, las mismas palabras –y los actos—, que me traigan, otra vez, a
esta ninguna parte.
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