La tierra volvió a
parirnos, porque no era nuestra hora de morir. Somos los expulsados del mundo
que fueron enterrados con la voluntad atada al cuello. La tierra nos devolvió
un poco de fuerza. Brotamos y fuimos alimento de tantas bocas hambrientas de
nosotros, del interior nuestro, que por un momento, pensamos robado. Esos que
se han alimentado de nuestro fruto, han encontrado la miel que sudan los
muertos, no es dulce, es amarga. Ellos gritan, claman saber la verdad que necesitamos
para liberarnos, no pueden hacer más.
En hoyos yacimos cantidades,
incontables hombres y mujeres, esparcidos en 1,947,156 de kilómetros cuadrados. Les faltarían
dedos a nuestros enterradores para contarnos -y son miles los que cavan, a
diario, nuestra suerte.
Fuimos bajados junto a
piedras, gusanos, hierbas, latas, botellas de plástico, andrajos, a una serie
de tumbas que no llevaban nuestros nombres, porque los nombres solo le
pertenecen a los vivos: no se bautizan muertos.
A los muertos se les ponen etiquetas y se les arrumba entre
desconocidos.
No somos dignos de ser
nombrados por aquellos que buscan o dicen que buscan a los nuestros.
Tantos más, como nosotros,
nos hemos topado en el camino. He visto brotar a miles de seres, solo en este
pedazo de tierra. Tierra de cínicos -cuando les llegue su hora, no podrán ser
comidos ni por sus propios gusanos.
Son filas de
caminantes, en romería: peregrinación que se pierde a la vista de los que no
tenemos ojos.
Algunos exhuma(dos)nos
–desenterrados no por los desvergonzados que pasivamente se limitaron a ver
nuestro destino, sino por el viento que destapó las tumbas llenas de huesos- se
acercan, me preguntan que a dónde voy, les digo que no sé, les juro que no sé,
¡y ellos insisten con la pregunta, porque tienen la esperanza de que yo podré
llevarlos con su gente, con el amor que les hace falta, ese calor que se
extingue al medio de sus pechos cristalinos! Confesé que hacía poco tiempo
encontré mi cabeza y que aún no podía digerir el dolor, el vértigo por saberme
muerto.
No me sigan, no soy la
esperanza, no puedo llevarlos, ni los que vienen detrás de mí pueden: ellos todavía
están juntando sus pedazos.
Queda andar, seguir,
hasta que alguien nos encuentre. ¿Alguien quiere encontrarnos? Me pregunta un
joven que de tanto llorar, se le ha deslavado el rostro. Sí, muchos que han
soplado la capa terrosa que cubría nuestros cuerpos amortajados.
Caminen, sigan, es lo único
que podemos hacer. Cada vez se nos irán uniendo más y más, se los aseguro, este
territorio está lleno de muertos y de pedazos de muertos, de nosotros. Los paso
de los cientos de miles despertarán a otros tantos, así, como hemos sido
despertados nosotros.
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