Como de costumbre fui al Café Margot, por la noche,
justo cuando el atardecer se deslava. Iba por la segunda taza de café cuando la
vi entrar, era una mujer espigada, morena clara, vestía unos jeans ajustados y
una blusa que moldeaba sus pechos dando una visión estética insuperable. La
miré como quien está ante la presencia de un milagro. Ella movió la cabeza de
un lado a otro como buscando a alguien, yo la seguía sin disimulo. De pronto me
vio y no fui capaz de volverme hacía otro lado, mejor traté de aguantarle la
mirada, porque de lo contrario, hubiese
sido penoso.
La mujer vino directamente a mi mesa. Me saludó de
forma delicada pero con cierto dejo de autoridad. Pidió sentarse conmigo y solté
un “claro” trémulo. No estoy acostumbrado a socializar y menos de esta forma:
un tipo como yo, retraído, huraño, y con poca suerte no espera que una mujer de
tal belleza pida sentarse contigo. Un poco para perder los nervios, y darme
tiempo a pensar, le hablé a la mesera y le pedí otro café para la señorita.
Ella encendió un cigarro, me ofreció uno pero le
dije que tenía un año sin fumar; no preguntó el porqué, debió pensar que la
razón sería un tanto común y por ende predecible.
Con el paso de los minutos me fui soltando, hacía
mucho tiempo no me sentía tan cómodo con alguien, su compañía me resultaba
inexplicablemente agradable; ella me hizo saber lo mismo. No hubo preguntas
personales, ni siquiera preguntamos
nuestros nombres. Ella empezó a hablar del atardecer, decía que los atardeceres
hacían del mundo otro, se veía distinto, como apacible, como si en los
atardeceres fuese una ausencia total de maldad, de acción del hombre. Un
espacio de descanso. Y empezó a hablarme de la luz, de tonos, de pintura: “Monet
pintó la catedral de Rouen con la neblina de la mañana, otra a pleno sol, al
mediodía, al atardecer… En ninguna de
las pinturas fue la misma catedral, para mí la más hermosa fue la pintada al
atardecer”. Seguí su línea diciendo que me parecía más bello el Brazo del Sena al amanecer de Monet, que
prefería los amaneceres donde todo estaba más fresco, imperturbable y vivo; le
dije que en los amaneceres hay un sonido de calma, como de riachuelo que
adormece. “Suenas a Rodin” dijo, a lo cual asentí apenado.
Nos miramos, sintiéndonos en cada palabra,
sabiéndonos por una misma línea que dejaba de ser delgada, por el contrario, se
ensanchaba para albergarnos junto con todo lo que teníamos por decirnos: la
escena era de una infinita belleza.
“La casualidad es una caricia en el rostro que
enmudece”. Por un momento me fui de ahí con esa idea, con su idea que me
pareció tan acertada, tanto que logró deshacerse y formarme en el mismo
momento, como un acto poético. No dije más, ante algo así hay que callar.
Regresé a ella y le pedí me alcanzara un cigarro. Ella no dudó en dármelo. Yo
seguí pensando en la casualidad como caricia que deja enmudecido. Volvió a
hablar acerca de pintura; habló de los impresionistas: Manet, Monet, Renoir,
Bazille, Degas, Pissarro y otros. Después siguió con Lautrec, y antes de
interrumpirla, hablaba de Van Gogh. Yo no quise quedarme atrás en un acto de
supervivencia y mencioné dos o tres anécdotas de Braque y de Picasso porque del
cubismo sabía algo, pero a ella no pareció interesarle demasiado, y no siguió
por esa línea. Traje al plató a Cézanne, a propósito del pre cubismo, para
salvar mi tema y ella dijo una que otra cosa que no fue suficiente para seguir
por esa línea.
Por un instante nos quedamos callados y decidí
hablar un poco de literatura, le dije que escribía, sus ojos se abrieron y me
dio la impresión de que había dado en el clavo. Le hablé de literatura
latinoamericana, de literatura inglesa; pero ella insistía en que le hablara
acerca de lo que escribía, intenté deshacer su intento trayendo a la mesa
nombres de poetas que se venían a mi mente, pero el intento fue en vano. Por
fin le dije que no era para nada bueno en el arte de escribir, que los textos
que había escrito eran más bien borradores, relatos y cuentos que no llegaban a
nada. “No valen la pena, soy un aficionado” le dije. No quería quedar en
ridículo en la primera cita no programada ni prevista, ¿para qué exhibirme de
tan fea forma mostrando mi trabajo? - pensé-. Ella hizo un gesto de molestia.
No quería hablar más hasta que le enseñara algo de lo mío: “léeme algo” dijo, y
ese “léeme algo” fue un punto de quiebre, así me pareció, como si el no hacerlo
diera punto final a la conversación. Y no quería que eso sucediera. Había que
hacer este momento casual, interminable. Le leí algo de lo que había escrito el
día anterior, todavía era una primera versión, un breve relato escrito en ese
cuaderno que todavía brillaba sobre la mesa junto al café y el cenicero con el
cigarro a punto de consumirse. Al
terminar de leer aquello, ella se inclinó hacía a mí, apoyándose en la mesa y
metiéndose poco a poco al centro, como buscándome, y dijo: “me gusta, me gusta
mucho”. Entre más me acercaba a su rostro, éste iba delineándose sutilmente al
punto de quedarme por completo a ella. Tomé su mano y la atraje a mí, después
la suavidad de sus labios los dejó descansar por unos segundos sobre los míos,
y ahí, en un estado hipnótico, le dije que no me dejara nunca, así lo repetí
hasta despegarnos, pero ella me vio como detrás de un espejo de agua y movió la
cabeza negándonos.
Los silencios que vinieron después terminaron por
desapegarnos, fuimos desinteresándonos paulatinamente, cada vez un poco más, al
punto de verla salir del Café Margot que ya estaba vacío, y no dije nada, no
intenté detenerla aun sabiendo que ella no volvería. Me quedé pensando en que la casualidad si es una caricia en el rostro que enmudece.
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