A Roberto le cayó la noche sin importarle, mejor, no la vio llegar como siempre. Las teclas de su ordenador las machacaba en cada intento por no dejar rastro de error ortográfico. Después, voces cada vez más altas en tono, entre agudas y graves, el rechinar de respaldos de sillas flojas, lo despabiló. Guardó la captura del día y apagó la computadora. Resopló al tiempo que echaba en su portafolio dos papeles propagandísticos sobre cierta obra que se presenta en el teatro de enfrente que él nunca vio, junto con el montón de hojas que guardaba celosamente para, al día siguiente, continuar con su trabajo. No se despidió de nadie al igual que ninguno de sus compañeros advirtió su sigilosa marcha. Cabizbajo, con los ojos echados sobre la acera caminó dos cuadras, bajó las escalinatas del subterráneo. Esperó junto al calor humano que se podía contar por un par de miles, todos amontonados, el vagón del metro. Se dejó sobre la espalda de otro que esperaba ansioso entrar en la la...