Había que inventar el juego, al contrincante, tal
vez las canicas y algunas otras cosas que sirvieran de distracción. Había que
inventarse el cabello largo, la piel oscura, algunos mechones rubios, para las
risas, para que el día no fuese tan largo, para que la espera fuese menos
abusiva, menos robusta de lo habitual.
Tendría que buscar la forma de engañar al
aburrimiento y entonces él inventaba historias con palabras que se tropezaban o
que les faltaba alguna letra, porque a veces se las comía y de tanto en tanto
se le olvidaba el hambre, dejaba de ser una preocupación; seguía imaginando el
afuera y el viento y después los colores…
En algunas noches el frío se hacía importante, se
ponía con malos modos y el niño se cubría con una cobija hasta taparse
totalmente la cara miedosa, porque las voces, porque los susurros, porque
alguien también lo miraba.
Se cuenta cuentos —el niño cuenta cuentos—, se
cuenta todos los cuentos y los repasa una y otra vez en su cabeza y se los
inventa porque la originalidad y el ingenio… Cierra los ojos para imaginarse
mejor a sus quimeras o algunas moscas, a veces arañas que caminan por las
paredes, a veces un hombre se queda quieto en una esquina del cuarto, no sabe
si lo está mirando, no tiene ojos, al menos no se puede distinguir nada más que
su contorno, su sombra.
Después de un rato despierta, eso cree el niño,
despierta y no entiende por qué la noche sigue ahí, esperándolo. El amanecer
queda lejos. Hay que soportar más, más horas-noche y suda por el miedo, intuye
la pesadilla tan real que se asusta, vuelve a cubrirse para no ver: cree que
con cerrar los ojos todo terminará, pero no es así, su mente es ágil y nunca se
está quieta. También ahí se continúa la pesadilla y de tanto ya no sabe si
adentro es afuera o afuera es adentro, si sus ojos están viendo la realidad o
solo están proyectando todo lo que ocurre en su cabeza —¿quién lo sabe realmente?
Por fin amanece y el hombre-sombra se ha ido y las
voces y las arañas y otro que también lo miraba en las madrugadas no está, pero
no es una cuestión exclusiva del día y la noche, no hay fantasmas, son
presencias que se advierten de cuando en cuando en el transcurso de la jornada
diaria, aunque la luz le da cierta confianza a Aurelio (el niño consentido del
sanatorio) que hacen al día más llevadero. Apenas en un año de estar ahí, se
había ganado el cariño de todos, hasta del conserje que de pronto le regalaba
un chocolate.
Era un niño muy callado, que se sentaba en una de
las bancas del jardín a hablar con Pablo, el señor que no se puede ver, el que
se presiente, aquel que se intuye en la cabeza de Aurelio.
Las enfermeras le leen cuentos. Hay una en especial
que le ha contado uno diferente cada día durante varios meses; y Aurelio se
pregunta si en realidad pueden existir tantos cuentos en la cabeza de esa mujer.
Esa mañana, Aurelio le dijo a la enfermera Cuentacuentos
Rocío que no durmió muy bien por la noche, que hacía mucho frío y que la sombra
en la esquina y que unas arañas le caminaron por sus pies, que no alcanzaba a
cubrirlos con la cobija, y a veces unas risas burlonas…
Rocío, la jefa de enfermeras, le dio indicaciones a
otra para que consiguiera una cobija más grande; y es que los niños crecen
rápido y Aurelio había llegado de siete años: ya se había estirado.
Aurelio estaba a prueba y error con los
medicamentos. En ocasiones se mareaba o le daban dolores de barriga o se ponía
muy nervioso, más de lo normal, y corría por todos los pasillos gritando
aquello que lo consumía, o también era posible que le diera muchísimo sueño y
que pasara mucho tiempo del día dormido.
No sabían su mal, por eso estaba allí, porque no
lograban diagnosticarlo, y mientras Aurelio volvía a su cuarto donde había un
camastro, una mesa y una pequeña silla donde se sentaba a dibujar todo lo que
ahí veía. Llenaba hojas y hojas en las que se manifestaba el hombre-sombra y
las voces representadas con frases o una sola palabra y unos inmensos ojos que identificaban
al testigo mudo que sólo existía para observarlo.
Cuando Aurelio dibujaba parecía que todo estaba
bien, que los episodios psicóticos eran cosa superada, que podía salir de ese lugar
ya mismo porque estaba sanado; y es que, de pronto, todo parecía tan fácil; ya
podría irse a su casa, o eso pensaba la enfermera Cuentacuentos Rocío cuando miraba
a Aurelio por algunos minutos –desde el agujero, que hacía de ventana con sus
respectivos barrotes, de la habitación del niño—, dibujando o haciendo alguna cosa
que parecía demasiado cuerda como para tenerlo encerrado –y es que también de
pronto la ternura y la tristeza, porque es tan niño todavía—. Pero aquella
sensación duraba poco, porque de la nada toda la realidad volvía junto con Aurelio
y el mentado Pablo: retomaban la conversación que había quedado pendiente. Se
pasaban minutos hablando, y era cuando había que empezar de nuevo, y el suspiro
de Rocío se escuchaba justo antes de redactar el informe diario donde se
ratificaba la presencia de esa serie de elementos imaginarios en Aurelio, y que
alargarán su estancia en el hospital psiquiátrico.
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