Es la tarde de domingo y alguien siempre termina por
irse. Aquél que se fue vuelve a casa a terminar ciertas tareas que, por el
trajín diario de la semana, le resulta imposible realizar las tareas.
Es posible que quien se va no haga nada; simplemente
se fue porque no quería ser impertinente. Tal vez pensó que, caída la tarde,
era mejor irse para no incomodar al anfitrión pues es muy posible que él
estuviese pensando en su descanso, en querer estar solo o en lamentarse de que
al otro día debe pararse temprano; y lamentarse es dejarse al sillón y sufrir
en silencio la realidad.
No hay espacio para los lamentos de otros o para
lamentarse hermanadamente. Sufrir es parte de la voluntad humana y ¿por qué
no?, del egoísmo.
Es muy probable que el que siempre termina por irse
antes de lo deseado, llegue a aburrirse como ostra e intente escuchar música o
leer o incluso pasear con el perro por las calles vecinas, o tal vez se le
ocurre que lo mejor sería platicar con alguien (pero cuesta tanto hablar con
alguien cuando no se quiere hablar con nadie realmente); sin embargo, todos al
final del domingo, parecen respetarse: respetar su pasividad, ese espacio de
total espasmo que es el resultado de tantos días que terminan por significar la
misma cosa para todos.
Tal sujeto que ha pensado en hacer todo lo anterior
y no logra hacer ninguna acción porque está demasiado ocupado en entender esa
especie de depresión, de ausencia que se parece tanto a la muerte, termina por
impedirse a hacer cualquier acto.
Paradójicamente, el dejado, el que ha visto marchar
a su amigo, amante, novia o familiar, cae en cuenta de su soledad: los sonidos
son más agudos, tal vez el viento, la voz lejana del que vende merengues,
alguna puerta se cierra; inclusive su propia voz se escucha distinta e intuye
que es posible que esté pensando en algo que no había pensado nunca, que esa
sensación de ausencia, de quedarse solo, sin algo más, una suerte de
aislamiento indescifrable o mejor, es un apartarse sin quererlo realmente.
Ambos dejados a su suerte comienzan el acto de
pensar y se pierden en éste a la manera de Heidegger.
Pero el que se queda poco a poco va entendiendo que
lo que está experimentando no tiene un significado concreto. Lo asocia con lo que
sintió a la muerte de un ser querido; es decir, sensiblemente comprende que el
que se fue o murió, no lo dejó con un sentimiento de pérdida, no como una
experiencia de la muerte en sí misma, sino como un dejar de estar, un no
habitar el futuro; es haberle soltado la mano y volverse a él y entonces nada,
ha desaparecido, y se queda frío porque ante aquello inexplicable, nuestro
cerebro no tiene una respuesta clara: no existen los elementos y los recursos
para definir la sensación de ausencia que deja la muerte.
Este hombre que ya está inmiscuido en sus
pensamientos, piensa que la muerte es una preocupación propia del ser humano.
Una interrogante que no tiene respuesta. Al menos nadie ha podido definirla. Y
aquello que no tiene concepto, no puede definir a la muerte simple y llanamente
como la experiencia de la ausencia. Porque la ausencia tiene su propia
definición, su esencia, pero la muerte no.
La muerte no se compone de nada y sin embargo se
vive y percibe e incluso la vemos ejemplificada en un cadáver. Aunque un
cadáver no es sino un simbolismo de la muerte, un giño al que le hemos
adjudicado una definición demasiado humana.
Este hombre que está experimentando la ausencia (la
muerte), y perdido en su pensamiento, recurre a la fuerza básica que todo ser humano
tiene consigo: la de inventar.
Así, a falta de respuestas, las inventamos. El ser
humano no puede sino inventar, y con ello, inventarse para darse sentido, razón
de ser, y al mundo.
Y éste hombre, acaso también el otro, el que se fue,
pero un poco más entrada la noche, recurre a esa posibilidad de la invención y
dicta, a fuerza de encontrar el porqué de sentirse así: la muerte no existe
porque es indefinible, no por increíble sino porque en ella no habita nada, ni
una sola palabra, la palabra “muerte” es nuestra, y es por esa razón, al querer
definir la muerte a partir del concepto mismo de la muerte, nos perdemos y no
llegamos a nada, porque en ésta nada habita.
Y entonces hablamos de todo lo que rodea el
concepto: el llanto, la pérdida, el dolor; es decir, lo trágico, pero todos
estos son elementos externos y superficiales que terminan por confundirnos y hacernos
creer que eso es la muerte, pero no es así.
Pienso (el hombre sigue pensando, él no creía que
podía pensar tanto ya que no está habituado a ello), muy primariamente, que si
la oscuridad es la ausencia de luz; si el frío, la del calor; si el mal, la del
bien, entonces sería posible que la muerte fuera la ausencia total de vida; es
decir, no la muerte terrenal sino la inexistencia, la nulidad.
Nos duele la muerte desde el presentimiento
irresoluble del no volverse a ver, no volver a convivir ni a compartir con el
que se fue. Nos duele y nos deprime el sentir la ausencia porque después de
todo, no sabemos si hay algo después de esto y por ello, a la manera humana, entendemos
que el muerto no sólo no está aquí sino en ninguna parte.
Nunca será más localizable y entonces la muerte
estará consumada. Acaso esa sensación de ausencia sea, incluso, la mayor
experiencia sensible de una experiencia profunda que se pueda experimentar en
vida (muy apegada a la del amor).
Antes de salir de sus cavilaciones, el solitario
piensa, utilizando la lógica básica, en que alguien podría decirle que la
muerte es la nada y ya está, punto final; sin embargo, afirmar que seremos nada
después de la vida, es afirmar el concepto de ausencia, de no estar, no
existir, mas esto no define la muerte.
En caso contrario, de que alguien afirme que hay
vida después de la muerte, sería más fácil refutarlo pues entenderíamos de inmediato
que si hay vida después de la “muerte” entonces no hay tal muerte sino seguiría
siendo el proceso evolutivo de la vida; es decir, que tampoco se define a la
muerte con tal afirmación.
En todo caso, alguien dirá que la muerte es la
ausencia de ritmo cardiaco, de que en ese cuerpo rígido recostado en la camilla
de un hospital, ahí, ya no habita nada, ni el pensamiento, etcétera; pero el
problema con esto, es que con la desaparición de tales elementos propios de la
vida, simplemente confirma la ausencia de vida, pero no la propia muerte; es
decir, sus partes que la conforman y definen: se intenta definir a la muerte
con relación a los elementos de la vida.
Tal vez, en otro plano de existencia sí existan los
elementos necesarios para definirla, pero en esta vida humana parece imposible
encontrar las palabras, las cosas, que hagan de la muerte, una realidad: un
concepto que se sostenga por sí mismo.
La vida, con todos sus elementos conjugados donde se
incluye su razón de ser, su definición, como por ejemplo, el movimiento que en
sí mismo genera el proceso evolutivo, tuvo que ser puesta aprueba (su
definición) anteponiéndola a algo que, aparentemente, es igual de fuerte y de
la misma magnitud que ésta: el concepto de la muerte.
Es decir, inventamos la palabra muerte pero nada
más, me refiero a que su sentido, sus elementos, no los imaginamos, no hacía
falta.
Y no hace falta porque la vida nos la puso muy
fácil: colocó, en medio del descampado, un cuerpo desnudo, inflado y verdoso,
totalmente descompuesto, y entonces creímos que aquello era la muerte (lo
inservible, lo que hay que esconder y hacer a un lado, lo terrible, lo
horroroso, lo inimaginable: aquello que nos daba la perfecta sensación de vida;
es decir, a partir de ese momento no quisimos morir, pues vimos el horror del
cadáver, y le dimos un valor mucho mayor al estar vivo: a la vida).
Así, el concepto “vida” cobró la fuerza necesaria
para ser definible (incluía un sinnúmero de palabras que en sí mismas son los
componentes y elementos definitorios de ésta que, conjugados, la sostienen como
algo real y existente) y con ello arrastró y justificó nuestro invento: el
concepto vacío de la muerte.
El hombre termina por levantarse del sillón. La
noche ya se hace pesada y los parpados comienzan a caerse y el bostezo y
entonces los que pensaron se van a dormir, un tanto desdeñando lo que han
descubierto, tachándolo de tonterías o ninguneando sus propios resultados,
después de todo, seguro no tendrán razón alguna porque los que piensan, los que
descubren algo, siempre son otros.
Incluso al día siguiente, inmiscuidos en las labores
de trabajo, han olvidado muchas partes de lo que pensaron la noche anterior.
Les quedarán retazos de lo pensado que terminarán por tirar a la basura pues
las conexiones para lograr sentido a todas sus ideas, se han perdido, y con
ello, acaso sin saberlo, y por primera vez, la experiencia sensible de haber
tocado, alcanzado, la definición de alguna cosa (en este caso el de la
ausencia) en su estado más puro y sensible.
Apuntes anteriores:
Recordar la muerte
Sentir la muerte
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