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La ciudad y su vicio

Porque nos gusta engañarnos, pensamos y queremos creer en que las cosas pueden ser diferentes, en que todo lo que nos afecta directamente puede simplemente, un buen día, pasar de nosotros, dejar de ocurrir, pero muy adentro sabemos que eso es imposible, que aquello imposible solo ocurre en otras realidades, en otros campos de estudio, en otras distancias que no alcanzamos a dimensionar.

Descansamos sobre nuestros hombros porque los demás están ocupados por sus propias cabezas que no tienen más remedio que dejarse al colchón que en sí mismo es nuestra manera de resolver el mundo, nos recostamos sobre la almohada de la resignación, nuestro cuerpo.

Abrimos cada cuando un ojo, luego el otro, con la esperanza de que el mundo se revele despacio, que no sea un estallido violento que nos deje ciegos, que nos aturda. Sin embargo, el golpe es seco y nos envía al pavimento áspero, caliente de la calle, de esas calles que enseñan todo, y en ella sentimos la vida, la real, la que se le escapa a las buenas costumbres a esa moral que lo confunde todo, al espejismos que unos cuantos nos quieren vender por la fuerza, y lo compramos, lo compramos todo porque no vemos más opción para hacer menos a los muertos, a esos cadáveres a veces sombras, a veces tan palpables que revientan y se escurren sobre ese concreto, esa urbe que se abre inmensa y llena de manos que se van directamente a los oídos para no escuchar nada.

Así caminamos, serpenteando el dolor interno, las circunstancias individuales que amainamos con un “todo está bien”, “vendrán tiempos mejores” y estos tiempos siempre han sido el mismo tiempo, ese presente que nos grita en la cara su poca misericordia, su falta de empatía, y es que no puede ser de otra manera, no puede el tiempo ser algo que no se le dio de forma natural, no puede engañarnos y decir que su futuro es más limpio, más sano, donde podremos correr por los grandes campos que nos hemos comido poco a poco y por pedazos.

A veces no queremos llegar a casa, porque el rostro trae tanto día que ya ni parece nuestro, se ha mimetizado con tantos otros, con aquél vendedor de dulces en el paradero de camiones, con el de la mujer que pide limosna en un puente peatonal, con el furibundo chofer que está empeñado en cargarse a todos, y con los rostros de los compañeros de trabajo que al igual que nosotros están viviendo su propia farsa que se traduce en pláticas nimias, insustanciales pero que logran una que otra risa con la que apenas se logra disfrazar el hartazgo y las penas.

No se consigue ninguna paz al irse a la cama. No se logra el sueño profundo porque son tan pocas horas las que nos quedan para despertar y volver a lo mismo, sabiendo que lo nuestro es un acto diario de supervivencia, que los sueños son para otros, son para los que tienen algún plan heredado, no para los que no tienen tiempo de hacerse una idea de futuro, porque el presente es tan abrumador y solitario.

Entonces siempre hay el mañana que es un irse desdibujando de forma lentificada hasta que nos volvemos calles y vehículos y edificios y escritorios y computadoras y comidas corridas y aguas de distintos sabores insípidos y camisas baratas y pantalones caquis y los jefes y televisores y telenovelas e idealizaciones cursis y ridículas… Así nos vamos entre el vertiginoso ritmo de una ciudad que no quiere que despertemos, que levantemos la cara para verla en su totalidad, para identificar sus agujeros por los que se nos va escapando la vida.

No quiere, no se muestra por completo porque a ella solo le basta ser recorrida. No le importamos, nunca le ha interesado el que la habita: es la más grande misántropa la que nos carcome, nos deglute, pero ahí es donde radica su perversión, su sentido de ser, y mala fortuna para nosotros, porque cada noche nos saca de sus entrañas, nos expulsa por todos sus poros, lo disfruta, somos su vicio, su tabú, su más grande filia, su fijación, su inmoralidad, aquello que le produce sus orgasmos, con nosotros se corrompe, sin nosotros la ciudad sería otra cosa muerta, seca, un fiambre que no le queda más que mirarse por siempre.

Y cuando entendemos que no somos sino el objeto de placer de esa gran masa de piedra, entendemos los olores fétidos de su sexo que se derrama en nosotros a diario, entendemos que somos su parte dolorosa, aquello que le abre la herida, y en ese abrir y cerrar sangra, porque somos demasiados y al introducir el “nosotros” se corta y se cura y se corta y se cura y se corta, y caemos en la cuenta de que a veces nuestra desesperanza es a causa de lo que siente esta ciudad al saberse incontenible, insatisfecha, que necesita siempre más y más y entre cada orgasmo se da cuenta de su infierno y nos transfiere su carga emocional que nos pesa tanto.

Vamos, seamos justos con ella, seamos dóciles para que algún día se aburra de nosotros y nos deje, será cuando le dejemos de doler, cuando ya no sienta ese dolor que le causa placer. Sí, seamos un poco más imperceptibles, vayámonos muriendo de apoco, en pequeñas cantidades pero lo suficientemente numerosas como para que de pronto aquélla se vaya alejando de nosotros, porque ya no le serviremos más, porque así, nos dejará tranquilos, nos desechará como se hace a un lado todo lo que no tiene una función práctica.

Dejemos que se vaya a buscar a otros, en otras latitudes, donde sean igual de numerosos a como lo somos ahora, y que siga con su perversión sexual que no sacia nunca.


Y cuando esto ocurra, entonces, tal vez, rocemos lo que nos parece imposible, esa tranquilidad, esa paz que se nos niega siempre.

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