El roble flanquea una casa que se cayó a pedazos a mitad de la avenida. Las señalizaciones parpadean un amarillo preventivo. El sonido de los automóviles desesperados por cruzar la avenida retumba en la habitación situada en el segundo piso de un hotel barato. En la esquina se asoma un supermercado. Del bolsillo, la mano, saca unas monedas. El mostrador las recibe fríamente. El café resbala por la garganta y el estómago siente una ligera quemazón. La acera fraccionada en infinidad de líneas, unas gruesas otras no tanto, sigue hasta el otro extremo de la calle. El sol no sale, no quiere. Los semáforos no sirven. Un brazo azulado trata de aligerar el tránsito. Algunos ojos se ocultan entre una fila de autos desesperados por quitarse de encima al tráfico. La puerta del hotel se deja abrir como una virgen. Un resoplido vaga alrededor de una mesa que está pegada a una ventana que da a la calle. La tarde es depresiva. Las palabras apenas salen de unos dedos largos...