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El simple gesto de no ver




En una de las partes del libro Los procesos, obra del escritor mexicano Erik Alonso, que obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos 2014, toca el tema del miedo, mejor, de la reacción de cerrar los ojos como mecanismo, acto instintivo, de defensa que tienen el cuerpo ante la presencia inminente de la serie de elementos —como el dolor— que acompañan al accidente, a la consumación de éste. Así, el autor nos dice que “cuando el miedo aparece, lo más fácil es cerrar los ojos. 

Quizá no es facilidad, es instinto, una pura necesidad de no ver. Cerramos los ojos, las casas, pensando que cerramos el cuerpo. Pensamos que desaparecemos con el simple gesto de no ver”. Leído esto comienzo el diálogo con estas palabras, con su sentido. El punto de encuentro es el instinto, ahí, dejamos de ser lo que somos: escritor y lector. Ya, las ideas inician el productivo acto de teorizar. 

Y entonces me pregunto, ¿quién reacciona ante el miedo? ¿Quién nos rescata con el instinto? ¿Quién nos salva de todo lo que conlleva el miedo? ¿Yo o el otro? ¿Yo o el otro que soy, el inabarcable, el infinito, el sin límites? Pienso. Releo: “cerramos el cuerpo”, y esa afirmación es una puerta, un camino que se abre, porque esta frase es un libro que no se ha escrito. El cuerpo se cierra al cerrar los ojos. Los ojos cerrados nos esconden. La gran ventana al universo se cierra –o se abre según la perspectiva desde donde se mire— para no sufrir su propia creación; es decir, vuelve al principio, a nuestro origen. Esa vuelta trae consigo a la otredad y con ella al inabarcable, al otro, que nunca terminamos por conocer, porque no es un todo, es un algo que nos habita –nunca termina por cerrar su propio círculo— y que también somos nosotros mismos. 

El otro, el mudo, el silenciosos, aquel que no ve, no porque no quiera sino porque no necesita ojos. Aquel sensible, aquella sustancia energética, la que vibra, la que solamente reacciona, no piensa, no puede: es. Ese otro que nunca termina por despegarse del infinito, no puede desprenderse, no puede huirse, porque es parte de él: nuestra ancla que nos permite siempre volver, pero ¿a dónde? Pienso entonces en que sí, ante el miedo no podemos evitar sino cerrar los ojos. Experimento básico: nos lanzan un globo con agua directo a la cara: manos al frente, posiblemente levantemos ligeramente una pierna, cuerpo un tanto echándose hacia atrás, los ojos se cierran –de nuevo por reacción instintiva— ante ese miedo lúdico. Si esto lo extrapolamos a una reacción instintiva ante un miedo cargado de muerte, y una vez más los ojos se cierran, me pregunto, ¿quién reacciona ante este miedo y por qué? ¿Nosotros o el otro? 

Creo que cerramos los ojos porque al hacerlo dejamos de ver la “realidad” que constantemente padecemos, y lo hacemos porque esa oscuridad, ese no ver ya, nos recuerda el principio, nuestro origen, la negrura de la nada, estado de quietud. Por un instante dejamos de ser nosotros para ser el otro, es decir, nuestra verdadera esencia. El cerrar los ojos es una abstracción sublime del otro, es también, la confirmación de que éste existe. Quien pareciera esconderse en el caparazón del cuerpo no es el yo humano si no el yo energético, mas este encierro no es tal, más bien es una huida, un volver al antes de nosotros mismos, a nuestra potencialidad de ser —presentimiento del yo— en la que solamente somos sustancia nada en un estado de quietud absoluta. Cerramos los ojos ante el miedo en un acto de amor propio y que sin embargo no es una acción propiamente nuestra: nos fundimos en un abrazo con el otro que somos para volver a ser uno: infinito. Pero dicha vuelta no es provocada por nosotros; es decir, la reacción instintiva le corresponde al otro, a su carga energética que responde ante otro pulso energético violentísimo —que está a punto de ocurrirnos—, en este caso, el miedo. De esta forma, el otro funge como un hermano mayor –ante el miedo volvemos a ser niños desarmados, indefensos, huérfanos, y frente a la presencia de la inevitable incertidumbre, la esencia del miedo, buscamos al padre, al que nos aventó a este mundo que se parece tanto a un mal sueño: el infinito— dispuesto a salvarnos de las circunstancias trágicas que rondan la vida, la de nosotros. Al consumarse ese regreso al principio instantáneo, que podría considerársele como un acto “suicida” pues ese recogimiento es una muerte imperceptible, no energética, sino biológica, el otro se hace presente en el terreno humano, y tal acción no es sino el mayor acto de amor “palpable” que tiene el otro hacia su otra parte corpórea que significamos.
 
Entonces, vuelvo al libro y releo: “pensamos que desaparecemos con el simple gesto de no ver”, y pienso en que sí, con el simple gesto de no ver, desaparecemos.



Este texto fue publicado en Revista Biografía. Cada semana encontrarás una nueva columna de mi autoría: http://sociedadedospoetasamigos.blogspot.mx/
Igualmente, cada viernes, un nuevo texto mío (en la sección “Cultura para todos”) aquí: http://ruizhealytimes.com/colaboradores/juan-mireles
 

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