La
estancia llena de cotidianidad, incorruptible, de no querer moverse ni un poco;
la luz señalando apenas una parte del interior de la estancia, el resto permanece
bajo una sombra clara. Lo concreto está en las paredes frías y en la
imposibilidad de moverlas para poder salir. Las sillas estaban allí y estarían
siempre siendo sillas en ese mismo lugar; la mesa, con sus frutas de plástico
en su centro, anuncia la petrificación. Las cortinas tienen un aspecto de tener
ya mucho tiempo, el polvo es notorio, algunos hilos se presentan tímidamente en
las orillas; esas telas no se recorrerán jamás. El metal es la puerta de
entrada, su ruido al cerrarse es un martilleo de muerte, de infierno, de
angustia. Afuera de la habitación hay un jardín: flores, frutos y su fauna
confluyen discretamente ante mí, a su vez, parecen apagadas: es la sensación de
un primer instante, del tiempo absoluto: la vida, y pienso que es un eterno
estar -capturado, enmarcado-, el ocupar simplemente un espacio, y me retraigo,
porque el impacto con lo real es tan grande y severo que me ciega. Decido
entonces vivir dentro de mí, con el peligro de perderme en el laberinto de
ideas que nunca llegan a nada.
La violencia en nuestro país es un reflejo de nosotros mismos: de todo lo que hemos dejado de hacer en conjunto por el bien y mejoramiento de nuestra sociedad. La historia de México se ha vivido en un marco de violencia desde antes de la conquista hasta nuestros días: somos un país que está aprendiendo a vivir en libertad. No debemos olvidar que somos una nación muy joven con poco más de 200 años de ser una nación independiente. No podemos esperar estar en niveles de calidad de vida comparables con naciones como lo son las llamadas de primer mundo, pues ellos son el resultado de su vasta historia, en las que ya cometieron sus propios errores y de ellos aprendieron. Ahora nos toca aprender de los nuestros. Hay que tomar en cuenta que el ejercicio y aplicación de nuestras libertades las hemos podido ejercer apenas hace muy pocos años y es por está razón que muchos no saben qué hacer con esa libertad: para ser libres hay que saber serlo. Es palpable la violencia dantesca que
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