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Agustín y una mujer a la que llamó Ana


—¿La vida significa alguna cosa? -preguntó Ana.
—Tal vez.
—¿Qué?
—Tal vez signifique una sola cosa.
—¿La inmensidad reducida a una sola cosa?
—No sé, es posible que en realidad esa sola cosa, el significado del que hablas, no sea sino lo que queremos que sea.
—Y tú, ¿qué quieres que sea?

Ana se quedó esperando la respuesta de Agustín. El silencio tendido sobre ambos esperaba una palabra, un sonido, la voz de Agustín que en esos momentos se ahogaba en el sinnúmero de respuestas que no terminaban por ser claras porque se deshacían al mismo instante; al no lograr el desarrollo total de la respuesta a la pregunta de Ana, él prefería callar y pensar en que su respuesta podía ser simple y común: “la vida significamos tú y yo”; sin embargo, no iba a decir semejante lugar común, cursilería vulgar. Ana no se merecería una respuesta tan de poco seso; si algo le hubo de llamar la atención para fijarse en Agustín, era que él no solo parecía que sabía alguna cosa, sino que podía conversar del tema que a ella se le ocurriese, en cualquier momento. Los temas siempre son inagotables, se ramifican infinitamente y se puede saltar de uno en uno hasta quedarse sin voz. A menudo les sucedía que empezaban hablando de, por ejemplo, una aceituna. Ana era clara al respecto de porqué su fuerte sabor no iba de acuerdo con su forma y color que representaba la aceituna: “a primera vista se antojan, verdes, frescas, pero después, al morderlas te das cuenta que no lograrás el cometido de tragártelas, pasarlas sin saborearlas, y mejor escupes el pedazo”; “las aceitunas no son únicamente verdes, hay negras y de otros colores, creo, no me hagas mucho caso, Ana, no soy un experto en aceitunas”.

—Sabes, creo que encontré a Dios –le digo a Ana.
—¿Encontraste a Dios?
—Sí…
—Y, ¿cómo es?
—Lo encontré en la madrugada. Leía un cuentito de Borges y de pronto llegó todo aquello que me hizo encontrarlo.
—Vale, pero ¿cómo es?
—Es inexplicable la forma en que llegaron esas sensaciones extracorpóreas. Mira, trataré de ser lo más claro posible: ¿has sentido la llegada de la inspiración? ¿Alguna vez la has captado?
—No, yo no escribo; tú sabes que yo no entiendo de esas cosas.
—Yo sé mucho sobre ti y a la vez nada.
—Puf. A ver, ¿me dirás cómo es Dios?
—Me llegó un mar de sensaciones, sustancias, no podría describirlo mejor: sustancias, porque tenían peso; es decir, al encontrar a Dios en ese conjunto de ideas entrelazadas, que unidas lograban la composición ideal para que todo cobrara sentido, se sentían con peso, como aceitosas.
—Ajá…—Ana trabajaba su respiración en favor de ser tolerante.
—¿Te estoy aburriendo?
—No, para nada, es solo que llevo media hora pidiéndote que me digas cómo es Dios, y sigues con tu letanía.
—Está bien. No tiene importancia.
—Sí la tiene, dime, anda.
—Dios está aquí conmigo es lo único que te puedo decir.
—¿Ahorita está contigo?
—Sí.
—Y ¿qué te dice?
—Nada. No dice nada.

Había que acercarse con sigilo y cierto dejo de timidez a ella. Al tocarla su cuerpo se abría, eclosionaba para mí, para mis manos, las yemas de mis dedos y los labios rozando sus muslos y su sexo, porque no tardaba ni un momento para llegar a su sexo, era fascinante, como si su sexo fuese otra boca mucho más pasiva y lasciva: la besaba, me tomaba mi tiempo al hacer movimiento circulares con mi lengua, de cuando en cuando, en esos momentos donde la broma aparece -es frecuente en mí, comenzaba a succionar su sexo-; Ana abría los ojos, despertaba del trance placentero y decía que me detuviera: “no te estás comiendo una almeja…: No soy una almeja” sentenciaba.
Ciertamente Ana no era una almeja ni nada parecido, era más bien, una mujer que entendía que su cuerpo bastaba para aniquilar al mejor de los amantes. Habitaba en ella la ternura necesaria de la niñez, la inocencia del que cree el amor lo puede arreglar todo. Sus ojos, esas espigas horizontales, alargaban el ánimo de quedarse con ella por tiempo indefinido, en ocasiones, en otras:

—¿Debes irte?—preguntó Ana como no queriendo hacerlo.
 —Sí.
—No te vayas. No me dejes. Te necesito.
—Pero debo irme.
—Dijiste que no me dejarías ni un momento.
—Yo digo muchas cosas, Ana, a veces sin pensarlo muy bien.

Ana se enfadaba como lo hace aquel que lo ha perdido todo, mezcla de enojo con tristeza y decepción: el abatimiento al pensar que el mundo no es ese mundo en donde se puede quedar días y semanas con la pareja, recostados, besándose, sin comer, apenas dormir un poco, haciendo el amor… Para ella el amor era una cuestión de vida o muerte. Sin amor la muerte, con amor, la felicidad:

—¿Por qué no eres feliz?
—La felicidad no existe en este mundo, Ana.
—Sí existe.
—No, lo que tú crees que es felicidad en realidad es solamente un engaño, autoengaño si me lo permites, para sobrellevar esta vida que, por si fuera poco, no pedí vivir.
—Qué negativo eres, increíble, no se puede pensar así.
—Tú misma sufres constantemente al no poder lograr todas tus metas. Uno termina por frustrarse, por más que se lucha, todo siempre se siente lejano, porque cuando uno cree haber llegado al punto en donde está la felicidad, la plenitud, el equilibrio, se cae en la dolorosa verdad de saber que en realidad esas cosas están más allá, mucho más allá.
—No estoy de acuerdo contigo. A mí me alegra mucho, una inmensa felicidad, el tocar el chelo por ejemplo. 
—Bueno…
—¿Bueno qué?
—Cada quién puede pensar lo que quiera.
—Pero yo quiero que seas feliz –agrega Ana.
—Y yo también quiero ser feliz, estoy en la constante búsqueda de la felicidad, aun sabiendo que aquí, en este mundo, no la encontraré; es decir, la plenitud absoluta. Te he de confesar: vivo para los destellos de felicidad, pedazos de luz, no para las emociones superficiales como la alegría o el estar contento, etcétera, sino por las sustanciales, las que vibran muy adentro, las que te hacen decir palabras que nunca habías dicho antes, por ejemplo, cuando te dije que te amaba. Te sorprendiste, ¿recuerdas?: “¿me amas? ¿En verdad me amas? ¿Por qué me amas?”, y yo te dije “sí” y te pedí que no buscaras explicación a lo dicho porque no la tenía.

Agustín escribía cuando le venía en gana, al menos eso podría pensar cualquier persona que se detuviera a observar su vida, y era cierto. Él afirma que no escribe una sola línea por obligación: “no es un trabajo, ni tampoco un hobby”: no es ni lo uno ni lo otro para él la acción de escribir. Agustín entendía la escritura como un acto fuera del mundo y del tiempo, una acción causal y única que de pronto le llegaba. “Es el azar. Supongo que el azar es lo que hace que yo sea un escritor y tú una arquitecta” le dijo a Ana hace un par de semanas cuando volvían de comer. Ella pidió un par de quesadillas de huitlacoche; él, chilaquiles verdes con pollo. El tema salió después de que Agustín se hubo gastado en una librería de viejo que quedaba de paso, el último billete. Ana no es que se disgustara, pero no tardó en señalarlo como un vicioso de los libros.
—Tienes un vicio con los libros –afirmaba tajante Ana.
—No es un vicio.
—¿Entonces qué es?
—Nunca lo entenderías, no te esfuerces.

Ese día Agustín tuvo que esforzarse demás en contentar a Ana después de finalizar el diálogo donde ella se sintió agraviada.
—No me hables así. No me trates así. Trátame bien. Ámame, ámame.
—Perdón, Ana.

Ambos se conocieron en el lugar menos pensado para ellos. La geografía ejemplificaba la distancia que había entre la vida de uno y la del otro. Ana vivía en otra ciudad. Ana tenía pareja. Ana no tenía nada qué ver con la literatura. Ana no leía. Ana tomaba mucha agua. Ana era más bien vegetariana. Ana gustaba de seguir y practicar la tradición indígena. Ana planificaba y se preocupaba por el futuro. Ana no quería hijos –la única cosa en común entre los dos—. Ana prefiere a los hombres con el cabello largo. Ana piensa que los noticieros lastiman, transforman la energía de la gente para mal. Ana asevera que la historia precolombina es mentira, que nada de lo que se ha escrito e investigado acerca de la historia indígena es verdad: todo eso no era Agustín.
Ana no lee, bueno, ya lo dije antes, pero Agustín se dio cuenta de ello de inmediato, al conocerla en la banca de un cine. Agustín nunca iba al cine solo, ese día fue porque faltó la electricidad en casa y el aburrimiento ya era absurdo; Ana, gustaba de ir al cine sola cuando el mundo comenzaba a asfixiarla, cuando sentía que a nadie le importaba lo que pasara con ella, cuando buscaba un abrazo, una caricia, un algo que la hiciera sentir menos sola, menos desdichada; quitarse el desespero enfermizo que se le clavaba en el pecho. Por eso le gustaban las películas románticas, para vivir las situaciones de los personajes, sentirse en un mundo de fantasía donde podía amar y ser amada, así, así de cursi y a la vez tan hermoso de origen. Allí se conocieron, cuando Ana se acercó a él para preguntarle alguna cosa que él tuvo a bien contestarle de tal manera que entraron a la sala de cine juntos. Claro, al final tuvo que contarle la mitad de la película que habían visto –una película romántica, francesa, de larga duración, en la que el final fue de una intensidad obscena que te hace repensar si ha valido la pena perder 3 horas de vida— hacía apenas unos momentos, pues no leía tan rápido Ana como para llegar a leer en su totalidad los subtítulos.

—¿Cómo es posible que no alcances a leer los subtítulos? -dijo Agustín.
—No leo tan rápido.
Hubo una pausa. Agustín se dejó sobre los ojos orientales de Ana, no pudo pensar más, solo alcanzó a decir una plegaria:
—¿Te puedo volver a ver?
—No lo sé –contestó Ana al tiempo que parecía irse de él.

Y de tanto en tanto, de conocernos lo suficiente puedo decir que lo nuestro es una serie de casualidades consecutivas, de hechos aislados que en algún punto van cobrando relevancia al irse uniendo de forma inesperada, sin forzar situaciones.
Por fortuna para mí, supongo que para ella también, la naturalidad de la relación, que se gestó al inicio, ha continuado. Y me dice:

—Soy tuya.
—Sí, lo sé. Si tú quieres esto no se terminará nunca.
—No quiero que se termine –Ana lo abraza y Agustín piensa que todo está hecho.


No sé qué más seguirá después. Por ahora la inspiración se ha vaciado, no hay más. Tal vez en unas semanas pueda continuar escribiendo, para vivirme en Ana, para estar con Ana, para darme sentido gracias a Ana; y pensar que sí: la vida en verdad significa una sola cosa.

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