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La oscuridad de lo claro en dos personas que dicen amarse

En este día lluvioso, frío, azulado, y en un rincón de mi estancia, me miras fijamente desde el retrato. Una imagen en la que apareces con tu cabeza recargada en mi hombro y yo con esa boca que quiere sonreír y no puede. Me levanto de la silla para ir al otro lado de la habitación y recostarme en el sofá a recordarte, porque ya no estás o más bien nunca estuviste, te me escondías entre palabras repetidas, series y frases que salían, iban y venían, de tu boca a mí, y yo les daba la misma salida que para ti no era nunca la misma respuesta y sin embargo era el mismo tono de voz, la misma pausa, mi boca diciéndote la realidad de lo posible, la única respuesta que odiabas profundamente y deseabas tanto que fuese otra, que esas palabras tuvieran un sentido más práctico para que con ellas pudieras darle movimiento a esa estampa metida en tu imaginación que era un momento único e irrepetible.
De cerca me doy cuenta lo hermosa que eras, aun con la serie de dificultades que me impedían verte como yo quería: tranquila, libre, quieta, en total equilibrio de tus emociones. Ambos sabíamos que eso solamente llegaba por etapas, que había que repensar el acto del enamoramiento cada cuando, porque yo nunca era el mismo hombre para ella, ni lo que veía en ella era lo mismo para mí. Siempre fue la relación inacabada, la obra inconclusa que se hacía a veces delirante, tan fuera del mundo, casual, de tropezones; charcos turbios y a veces claros, dependiendo de la cantidad de sustancia generada en su cabeza que era como la mía, pero mucho más enigmática y compleja.
Nosotros siempre fuimos algo nuevo, dependía de la cantidad de litio que el psiquiatra le recetara, una renovación mensual, la lavada de cara que nos hacía regresar al inicio de cuando en cuando. Y entre subidas y bajadas andábamos porque así lo quisimos desde el principio, donde nos dijimos todo con claridad. Nos entregamos a la fantasía de estar juntos, tirados en el pasto, dejando que las cosas pasaran sin importar el cómo, olvidando que ella se debía a su marido y yo al fracaso constante en crear vínculos emocionales que, pensaba de pronto, era una cuestión más bien patológica y de sueño. Sería dejarse allí, en ese espacio de tiempo, era lo que acordamos esa última vez que pedimos lo nuestro no se acabara nunca. Que las lecturas que hacía para ella —y éstas servían de tranquilizante para dejarla dormida sobre mí— fuesen interminables, tanto o más como los besos que nos llevaban al punto de sentirnos más amantes.
Y es difícil explicarme cómo pude enamorarme de ella, tan fascinante e inexplicable por su parte el haberse enamorado de mí, en una entrega total pero a la vez absurda, pero a la vez mágica, pero a la vez vertiginosa, pero a la vez pura y real, tan real como nosotros quisimos que fuera.
Nunca nos despedimos, no hizo falta. Sabíamos que así como nos conocimos, de forma espontánea y sin buscarnos, de esa misma forma debíamos terminarlo todo. Con la esperanza del reencuentro, en el que seguramente seremos otros, diferentes, porque así es en la fantasía, tanto, que tal vez nos sea imposible reconocernos.


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