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De lo que hizo la poesía por un hombre extraviado



En el campo, con cabeza levantada hacía las constélaciones: Piscis, Aries, Tauro, Cáncer, Leo, Escorpión, todos y, sin embargo, tan ausente de Libra, ando, poco o mucho, a la deriva. Ya en lo pétreo grabé la carga de deseos para evitar cualquier asomo de ansia: dejé aquello perderse en la bruma que eran letras. Porque en la búsqueda de lo más allá debo despojar mi cuerpo de dolores estancados, y para los que se avecinan, en el desespero por llegar a mí, ser ya no, lo que esperan sigo.
Basta de tanta ausencia es el pedido que hago ahora mientras trago pan, seco, sin hambre: costumbre ya innecesaria. Muerto al final de la poesía, me rehago, si quieres, cuando posicionado sobre otra tierra ignota, páramo digno de Rulfo, a esfuerzo agudo de vista, veo a una joven mujer, de aspecto precario, que sin abrir la boca y aunque yo esté en lo lejos, escucho su anhelo: “Aquí he vivido desde niña, no sé por qué pero siempre me ha gustado vivir aquí, en estas tierras de siembra; cuando tenga dinero buscaré al dueño de todo esto, para comprarle las tierras”. Entonces, la realidad saca pecho, se anuncia con el no rotundo, cimbra a la mujer que ríe con vergüenza y ella dice: “Bueno…, si no puedo comprarlas, al menos me quedaré con el deseo de algún día tenerlas”. Después, nada. Allí, lo intangible que ya soy, entiende ese nuevo lenguaje; caigo en cuenta, que al igual que ella, la sin voz, no me queda más que seguir deseando a Libra. Regreso.
Pagué el café y el pan; libro al morral. Salí a la calle, miré de un lado a otro: la ciudad expande su vacío.

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