Todos los alumnos, apostados alrededor del catre, esperamos en silencio la muerte del Maestro. Balbuceaba, era difícil entender lo que decía; sin embargo, en su último esfuerzo, el Maestro dijo que la señal de su muerte sería dada al pronunciar su última palabra. Asentimos resignados. Al poco rato, los labios cansados del Maestro dejaron de moverse. Uno de los compañeros se acercó a él y colocó un espejo frente a su nariz y boca para asegurarnos que su partida era hecho consumado: así fue. Lo cubrimos con una sábana. Salimos de la habitación, nos reunimos, formando un círculo, apesadumbrados, empezamos a intercambiar anécdotas. A los pocos minutos escuchamos la voz larga, clara y nítida del Maestro, como en sus mejores tiempos, en los que habitado por la humildad, intentaba develarnos la verdad del mundo. Corrimos de regreso a la recámara siguiendo el hilo vivo de su voz. Descubrimos el cuerpo del Maestro, sus labios seguían grises, secos e inmóviles al igual que cada parte de s...