La
vi de lejos, estaba sentada esperándome en las escalinatas que subían hasta el
interior de la universidad, allí donde quedamos de vernos. Traté de ocultar los
nervios restregándome las palmas de las manos en el pantalón: lo logré a medias.
Ah, me gustaba tanto…, verla desde mi posición era la visión perfecta: aquí, en
la no-correspondencia del amor, el amor puro. Dudé en acercarme, la táctica
fácil de llegar y saludarla de forma segura: sonrisa, beso en la mejilla,
palabras y más palabras soltadas a suerte de que en el rostro de ella se
esbozara un gesto de alivio. Después, empezar con el arte de conocernos. Sin
embargo, seguí del otro lado de la calle, con el anhelo negado por el miedo a
lo desconocido; incógnita donde radica mi soledad.
Al
poco rato la vi impacientarse, miró dos y tres veces su reloj, su cabeza de
izquierda a derecha en un acto imposible por encontrarme. Ella sabía mi nombre,
conocía mi voz y nada más; yo, seguía mirándola en una acción con la cual
podría acusárseme de ventajoso, pero lo que ignoraría el que se atreviese a dar
ésa afirmación, es el hecho de saberme inútil en cualquier caso de hacer valer
la condición de ventaja. Y es que ante
el espejo soy el mismo tipo de la fotografía que le hice llegar a ella, esa
misma en la que hay apenas un asomo de mi cara oculta en la oscuridad, como
mecanismo de defensa ante una posible pérdida de comunicación; el vínculo a
base de voces que habíamos formado pero que llegado a un punto se hacía
imposible mantenerlo. Tendría que verla; y ella, con una seguridad abrumadora
me dio santo y seña de su físico, y así evitar confusiones y alejamientos. Dijo:
“no sé si podré reconocerte; casi no te ves en esta foto” y yo solamente atiné
a decir que no se preocupara porque yo llegaría a ella.
Me
fui. Caminé en dirección contraria a la universidad, seguí hasta frenarme en
una tienda de ropa, no por ver las prendas con las que posaban los maniquíes,
sino para verme en el reflejo del cristal, y detenerme en las cicatrices de mi
rostro desfigurado y a la vez limpio y claro. Pasados los años, sigo
preguntándome el porqué de mis malformaciones y con ello, de mi desgracia.
Comentarios
Publicar un comentario