Al pretender el silencio algo punza desde la calle,
una especie de mordedura, tardo en comprender la presencia que hace apartarme
del libro, un libro, no importa cuál en todo caso. Suspiro. Es una voz que no describo
porque me entra la rabia. Es la vecina. La vieja que habla con todos, hasta con
aquéllos que ya pasaron o no han pasado, esos rumores que van quedando y se
adelantan a nosotros. Son murmullos, así llegan a mí diariamente. Vaya
hartazgo. Es casi media noche y la vieja sigue hablando con otra mujer que se
ríe, ¿de qué se ríe? ¿Por qué no responde con palabras sino con risas? Tal vez
así se entienden. Es una vuelta a los orígenes. A los gestos y a los ruidos, al
lenguaje primitivo. Sí, es eso. No puede ser de otra manera -pienso mientras
recupero la lectura que rápidamente vuelve a tropezarse, porque aquellas no
paran. No lo intento. No tiene caso. Cerré el libro, lo recuperaré más tarde.
Lo dejé sobre el escritorio y me puse a escuchar, no a poner atención a los
detalles, esas risas y esa voz de la vecina que habla de todos y también todos
hablan de ella. Y es porque no para de estimular su ocio. Se entretiene con los
demás que salen a recorrer un mundo agrietado, unos no vuelven, pero lo
intentan, la vecina no lo intenta, cree que a su edad ya todo está caminado,
que ser adulto mayor le da la libertad de comunicarse hasta con los que no le
hablamos.
Dejé de responderle los buenos días o buenas tardes
desde una mañana en que tocó a mi puerta para decirme que iba a mandar a poner
un tope. Sí, un tope. En una calle donde pasan pocos autos, pero la vieja
quería ir al municipio para pedir se pusiera un tope. “Por seguridad”, dijo. Yo
creo que más bien lo hacía porque no tenía nada mejor que hacer. Ese día yo
estaba somnoliento, no sé del mundo hasta pasadas la nueve de la mañana.
Respondí en automático: “sí, está bien, sí, un tope, claro”. Después pusieron
el tope frente a la entrada de mi garaje. No sabía que podían poner un tope tan
rápido, no miento si digo que salí a vagar todo el día y al volver ya estaba el
tope. Fui a tocar la puerta de la vecina: “¿por qué el tope está frente a mi
garaje, vecina? ¿No lo pudo mandar poner más adelante?”. Me dio una explicación
digna de una vecina rompe pelotas. Levanté la voz. Me dijo que fuera al
municipio a pedir la recolocación del tope. Vieja méndiga. Grité algunas
palabras. El marido salió, un tipo inexistente por lo demás. Lo mandé callar
con un manotazo al aire. Nos maldijimos. Nos expusimos ante toda la calle. Me
exhibí en el enojo -ni modo, había que hacerlo.
De eso ya hace casi un año. Pocas veces me encuentro
de frente con la vieja vecina y nos ignoramos. Supongo que algo dirá en ese
silencio que se va alargando al mismo tiempo que se crea una distancia considerable
como para volver a olvidarnos. Yo la ignoro, pero la vieja se empeña en
fastidiarme, como ahorita, que no me deja leer porque sigue de parlanchina,
sigue de buena vecina, y la otra sigue riéndose, y es como una especie de risa
no fingida sino de verdadera diversión. Ni modo de gritarles que ya se callen
porque no me dejan leer, ni modo de armar otro problema, ni modo de volver a
exhibirme, mejor espero a que se vayan.
Ha pasado media hora y la señora risitas ya se ha
ido. Ahora la vieja vecina está barriendo su entrada, a la una de la mañana. A
veces se pone a podar sus arbustos, igual, a media noche, tal vez lo hace
porque ve la luz prendida de mi estudio, y ha de aprovechar el momento para
fastidiarme. Sí, es eso. Claro. Se ve que guarda rencores la vieja vecina. Ya
me ha de tener bien añejado en su lista negra.
Me duró poquísimo el gusto. Regresó la de las risas.
¡No se había ido! Tal vez entró a tomar un café o algo, no sé, no sé. Imposible
leer. Apagué la luz del estudio y me fui a intentar dormir. Me resigné a que no
se irían. Al cabo de un minuto hubo completo silencio. Eso fue muy extraño.
Puse atención al rumor de la calle. Nada. Me asomé por la ventana y ni rastro
de la vieja vecina ni de la señora de las risas. No pudo caminar tan rápido la
señora de las risas. Ni la vieja vecina tuvo tiempo suficiente para terminar de
barrer y meterse a su casa.
No me iba a quedar con la duda. Pegué la oreja a la
pared que da a su casa y no escuché ningún ruido. Me puse mi chamarra y salí a
la calle, dubitativamente me asomé por entre las rejas de su entrada. Al fondo
se veía la puerta principal de la casa que estaba asegurada con cadena y
candado, parecía no tener cerradura. El
pasto estaba crecido. De las ventanas colgaban sábanas blancas que quedaban
cortas. Todas las luces estaban apagadas. El carro del marido de la vieja
vecina no estaba. Quedé un tanto desconcertado. La vieja, los murmullos y las
risas habían desaparecido rapidísimo: imposible (alguien diría sobre esto: “que
sabemos nosotros de lo que es imposible”).
Regresé a mi casa algo confundido, pero ¡bah!, lo
importante es que se logró el silencio. Subí las escaleras rumbo a mi estudio.
Tomé el libro y comencé a leer unas cuantas líneas cuando de pronto volví a
escuchar la escoba y los murmullos de la vecina y las risas. Maldita. Juega
conmigo. Diario lo hace.
Cerré el libro. Ésta, como todas las otras noches,
era en vano intentar leer. Me tomé una píldora para dormir y me fui a la cama.
Por cierto, el tope sigue ahí como un gesto desafiante a mi paciencia.
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