Era
sonreírnos infinitas veces. Nos veíamos como dos niños jugando a no separarse, a
base de estar dibujándose sonrisas en el rostro. Desde la inocencia nos
reclamábamos cada tanto tiempo, de hecho, cada minuto. Era una cuestión natural
las sonrisas en nosotros, casi al primer momento, y es porque de inicio las
caras eran un lienzo vacío pero que al paso de las palabras y de las horas —sin
saber en qué momento exactamente, nos fuimos llenando de nosotros— y lanzamos
la primera sonrisa que se alargó una vida que me pareció entera. Había que
sonreírnos en un llanto apagado cuando las cosas no salían como tú o yo pensábamos
–y fue porque en un tiempo creímos que todo era posible y realizable—, porque
en los pequeños detalles yacía el desdibujo de nuestras caras. Por tanto tiempo
luchamos para que las sonrisas no se borraran nunca, una especie de creencia
infantil, de cuento o fantasía que se le dice a un niño que necesita de
palabras que lo reconforten. Así, se nos fueron los meses y los años, en el
constante rehacer sonrisas. A veces, yo te las pintaba en tu cara, y otras más
hacías lo propio en la mía. Fue por mucho tiempo una acción altruista,
sensible, empujada por un amor que fue lo más sincero y profundo que pudimos.
Dijimos
no haber ni una gota de arrepentimiento, dijimos que habría veces que desde lo
profundo del alma saldrían las fervorosas ganas por salir corriendo a buscar
esas sonrisas que ya ocupan solamente un espacio de tiempo en la infinitud. Nos
advertimos que por más impulsos que tuviésemos por hablarnos, no lo haríamos,
pues aquello supondría un dolor doble: saber que nuestro regreso era imposible,
y al colgar el teléfono, regodearnos en la tragedia de lo que dejamos de hacer,
y esto sería inhumano e incluso enfermizo. Por eso, hoy que tengo colgada de mí
a la ansiedad por buscarte, tocarte, sonreírte aunque no me vieses y decirte
todo lo que quieres que te diga pero no diré porque seguramente me quedaría
mudo al escucharte como siempre me pasa, te escribo esta carta, como si nuestro
amor fuese de tiempo antiguo, como si lo nuestro fuera un fragmento de mis
memorias que escribo a los 70 años, no, la escribo porque sé que de esta forma
no sabré adónde enviarla –¿a qué dirección después de tantos años?—, así, puedo
guardarla junto a las otras que sufren por hacerse espacios, ésas que al igual
que esta carta, no leerás nunca.
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