Sabía bien que Úrsula no podría estar más tiempo aquí. Ella moriría más tarde. Tengo media hora de conocerla. Llegué aquí sin querer, invitado por un par de personas –un joven y una mujer que no superaba los treinta años— que me encontré en la calle. Estaban a fuera de la casa, fumando. Uno de ellos me preguntó si quería pasar a ver a Úrsula, así, sin más. Yo dije que sí. No tenía idea de quién era Úrsula. Ahora lo sé, es una mujer mayor que está recostada sobre una cama, en su habitación, con el rostro pacífico, quieto, en descanso. Cuando entré le dije hola, quedito. “Hola, Úrsula, no te conozco, ni tú a mí, pero eso no importa, ¿cierto?”. Me senté frente a ella en la única silla que había en el cuarto. Le platiqué de mis sueños. “Úrsula, yo sueño mucho, demasiado, no hay noche en que no recuerde lo que soñé, ¿tú sueñas?”. Sobre la mesa en la que solo estaba una lámpara, un vaso y una jarra de agua, dejé mi libreta en la que escribo historias que me van ocurriendo. Situac...