Llegó el Tiempo al
centro de todo lo conocido y habló: “Eríjase el monumento del Mundo de la
Cruz”. Allí, donde se habla la misma lengua y todos miran en la misma
dirección, se comenzó con lo dictado y en seis días el cenotafio fue levantado.
La puerta, de exornados relieves, y que se podía admirar desde todos los
ángulos, daba acceso al incólume mausoleo. Un día después, en la plaza central
de lo eterno, se reunió todo lo que existe, y el Tiempo entró a lo construido;
al regresar dijo: “he dejado ahí el recuerdo histórico de lo que fue ese mundo;
entren y vean los peores dolores jamás sentidos por muchos de ustedes”. Todos
entraron al nuevo recinto, y cuando las puertas de éste se cerraron, la
Historia no paró de decir y de mostrar imágenes de lo que fue ese mundo.
Entre todo lo existente algunos lloraron, de nuevo, sus vidas; otros, hincados y conmocionados fueron incapaces de hablar por ver y sentir lo que allí se mostraba. Los más débiles corrían a la salida con los ojos cerrados, y abrazados a los suyos, huían descompuestos. Unos, los más valientes, consumidos en dolores, y arrastrándose por el suelo, creían sentir el regreso de lo humano.
Entre todo lo existente algunos lloraron, de nuevo, sus vidas; otros, hincados y conmocionados fueron incapaces de hablar por ver y sentir lo que allí se mostraba. Los más débiles corrían a la salida con los ojos cerrados, y abrazados a los suyos, huían descompuestos. Unos, los más valientes, consumidos en dolores, y arrastrándose por el suelo, creían sentir el regreso de lo humano.
Días después, el
Tiempo, mandó llamar a todo lo que existe y no vaciló en ordenar que se poblara, otra vez, el mundo, que sería levantado sobre las ruinas erosionadas del Mundo de la
Cruz.
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