Sobre la banqueta, aquel enhiesto hombre-cual
cabo saludando a su superior-, sacó, del bolsillo derecho del pantalón, un
paquete de cigarrillos. Quedaban apenas dos tabacos que eran acariciados por la
yema de los dedos índice y anular, aquel par de dedos transformase en palillos
chinos al sacar uno de los cigarrillos, llevándolo directamente hacia los
labios que ya esperaban aprisionar el filtro. Los almohadones rosados,
carnosos, contrayéndose al jalón del interior del cuerpo del hombre, se
cuartearon.
El traje comenzó a arrugarse como si ese cuerpo
que viste, de pronto se adelgazara. Sigue la succión hasta que el cigarrillo,
presa del pánico, comienza a quemar los dedos amarillentos del hombre que sigue
sin moverse, entonces arroja a la calle, con gran estilo, al vicio muerto.
El último pitillo brinca en busca de los palillos
chinos pues no gusta de estar solo. Vuelven los mismos movimientos: dedos
atenazando el rollito blanco de tabaco, labios entreabiertos, succión, ojos
cerrados en el disfrute del sentirse desnudado por el humo, terminando con la
bocanada placentera. En el clímax del goce, el vicioso amante había perdido
toda carne en el rostro y aparentaba tener mucho más años de los que realmente
tenía.
Nervioso el hombre al ver que el cigarrillo moría
sobre sus labios, quiso correr en busca de otro paquete de cigarrillos, pero
ese hombre sólo alcanzó a dar el primer paso, pues todo su cuerpo se lleno de
estrías y de surcos secos, desérticos, cayendo muerto sobre el pavimento,
dejando una mancha ceniza en la acera.
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