Entre tanto voy, sobre
la calle empedrada de mis pensamientos, sintiéndome no parte de este paisaje:
los vivos naranjas deslavados del alba, las sombras quedan expuestas y
enmudecen, se esconden. La panadería de la esquina me guiñe el ojo en forma de
panqué, todavía con los humores del que acaba de salir del horno. Entro a la
cafetería contigua a la panadería, tomo un poco de café de máquina, mientras
asomo uno de mis ojos a la calle y empieza a llenarse de lentos autos que no
terminan por desentumirse. Entro en calor, la chamarra me pica un poco, con
esos grumos de oveja que me palpan a cada movimiento. Pago con un billete de
cien pesos, el empleado de la cafetería tiene su primer problema del día,
patrocinado por mí. Dice que si no tengo cambio, que acaba de abrir, que soy su
primer cliente; sólo me le quedo mirando, escribiendo en su nerviosa mirada la
respuesta de que si tuviese cambio le pagaría con cambio. Por fin, después de
unos minutos, logra completar los ochenta pesos que debía regresarme. No dije
más y salí de allí, saboreando el cappuccino vainilla, haciendo la última
mezcla con el ínfimo popote negro, que no se cansaba de generarle un vértigo
enfermizo a aquel delicioso y aromático café.
Pienso al tiempo que me
siento en una banca metálica a orillas del parque central en el que entran
mujeres de buen ver, vestidas con ropa deportiva, audífonos en los oídos, y que
al trote poco a poco desaparecen de mi vista. Más allá, en la esquina, el
autobús escolar se detiene con su estirada piel amarilla, abre las fauces y
devora a los pobres infantes que no saben lo esclavos que son; pero la
inocencia que les escurre de la nariz y que sus madres limpian antes de salir,
es su eufemismo: regalo de Dios para no querer suicidarte a temprana edad.
El
autobús escolar se va, el motor ruge y pasa frente a mí; un niño pegado en la
ventanilla, cual pegote publicitario, me mira, no se ríe, solamente me ve, como
extrañado.
Poco a poco las
banquetas comienzan a sentir el rigor de un nuevo día: zapatos, zapatillas,
tenis, botas, van y vienen en su riel imaginario y la acera puede reconocer
cada una de esas suelas e identifica rápidamente al licenciado que espera la
llegada de algún despabilado taxi, al cartero que aferra a su hombro la mochila
llena de cartas, a la secretaria que una vez más llegará un minuto después que
el jefe; la madre que corre jalando el brazo del niño con uniforme escolar pues
se le ha pasado el autobús. Vuelvo la mirada por sobre mi hombro cuando escucho
un “nos vemos en la noche”, pero más que eso fue el sonido del beso de hasta
pronto que le ha dado la chica, esa chica de coleta traviesa que camina en
dirección contraria a su esposo, novio, amante o peor es nada que sube al
primer camión que pasa por la avenida.
Tiro el vaso vacío de
café en el bote de basura, limpiándome las manos con la servilleta que
regalaban junto con éste. Y reinicio mi andar con todo eso que quiero ser,
rebobinándose en mi cabeza, al tiempo que recuerdo un relato de Fitzgerald,
leído hace apenas unas noches: en esa narrativa suave, de compases finos, sin
prisas, en el que sentí la caricia de cada palabra, que sin darme cuenta fue
quitándome cada una de mis capas, para sentirme cada vez menos humano, y más
lector, esa dicha de ser significado y no pregunta, saberme en el estado de
satisfacción total, en esa felicidad que ahora no tengo, porque se me ha
esfumado cuando la tristeza de ese “Último beso” hubo terminado.
Hilo recuerdos como si
fuese un tejedor de éstos, pero acaso lo soy porque junto a Fitzgerald aparece
otro relato, ya no de él, sino de otro, uno grande, al tiempo que la lluvia
aparece, como no queriendo mojar a nadie, con la timidez de un niño de seis
años en su primer día de clases, así las gotas de lluvia caen sin tocarme, para
saberse ahí pero implorando no caer sobre nadie para no descubrirse. En ese
tintineo medroso que se hace cuando las gotas impactan el charco que esta
frente a mí, hago la regresión a ese otro momento en el que fui todo lo que
quiero ser.
Entonces, subido en la
coronilla de Thomas Mann, ligeramente inclinado y mirando hacia abajo, arrebato
la frase “Y no puedo ser demasiado tuyo, no puedo ser enteramente feliz en ti,
a causa de mi misión...”, ésta que le pertenece a un relato que ahora queda incompleto,
pero que yo necesito con urgencia para seguir sobreviviendo a esta realidad tan
infame; ahí es cuando me deshago de mi cuerpo, de esta maquina indolente, para
ser lo único que soy, y entregármele por completo a esa relectura, no como
hombre, no como ser vivo: como alma que soy ya, porque no necesito más que el
pensamiento para seguir vivo: esa gracia que me han otorgado los antropólogos
del alma, sin querer serlo, la descubren, pero no lo saben, sólo hacen, ¡pero
qué dichosos somos gracias a sus obras!
Ha dejado de llover,
sigo siendo incapaz de sonreír, el sonido de las bocinas de los autos que están
desesperados por salir del atolladero me marginan, apartan las calles de mí y
busco refugio, choco con un hombre de gabardina negra que me dice un “disculpe”
sin mucha convicción, pero lo que necesito ya, es huir, he estado mucho tiempo
afuera, debí regresar hace una hora por lo menos a casa, pero mis relecturas
mentales me han hecho pasarme de la hora. Todos los negocios están con las cortinas
arriba, limpiando las aceras con agua y jabón; otros barren, algunos corren a
los perros callejeros que buscan un poco de comida. El sol ya está moviendo los
hilos de la vida, pero no quiero sentirlo, me quema, ¡huyo!, encuentro el
callejón, ese atajo que descubrí hace mucho tiempo cuando de igual manera me
quedé demasiado tiempo en el exterior, ese día en el que llegué llorando a casa
porque pensé que moriría allá afuera. Ahora, trato de controlarme, entro al
callejón; doblo a la derecha, sigo, corto por una calle menos transitada, doy
treinta pasos, doblo a la izquierda y entro al complejo de departamentos, subo
las escaleras, meto la llave en el cerrojo, la giro.
Bebo un poco de agua,
desacelero el corazón, sobre la mesa está una compilación de cuentos clásicos,
suspiro, me tiendo cuan largo soy sobre el sofá, abro el libro, y las palabras
comienzan a desvestirme, a quitarme estas capas de piel que no soporto.
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