Barro las calles con mi mirada empolvada en dolores por saberte muerta. El andar sin rumbo de mis pies, pierde a este cuerpo trémulo entre las calles frías, solitarias, oscuras de una ciudad que parece otra. Para mí ya todo es blanco y negro; los colores se han apartado de mi vida, te los has llevado todos. Vuelve la locura y doy giro tras giro sobre mi propio eje hasta que el otro que habita en mi cabeza, diga que puedo seguir. Pero me pregunto si debo seguir haciéndole caso ahora que ya no estás… Quiero revelarme, no hacerle caso, tocar las paredes, mirar el reloj una sola vez, pisar las líneas blancas que separan los carriles de la avenida y no brincarla: imposible; dice que regrese, que vuelva a cruzar la avenida pero sin tocar la línea blanca y la boca se cierra, los dientes se tallan, los ojos apretados, sudan, los músculos se tensan, la saliva se seca. Te olvido en ese instante, en esa locura que te arrebató de mis brazos esta noche. Ella o él o cosa o mezcla de esencias oscuras te acuchilló. No me culpes. Te juro que no fui yo aunque la sangre siga fresca y escurra de mis manos. Me están siguiendo. Un hombre dice que me detenga, tiene la voz grave y el tono es agresivo; esta cada vez más cerca, puedo sentir su mano sobre mi hombro. Dice que si me pasó algo, ¿por qué sangra? Dijo el gendarme; le digo que no fui yo, le estoy jurando que fue él o ella o lo que sea que habite junto conmigo. Lloro, te lloro, y el policía sigue buscando dentro de mi ropa; de pronto la mano de éste se detiene, me mira directamente a los ojos, al tiempo que de mi saco, extrae lentamente un cuchillo con el filo manchado de sangre, del que escurre lo poco que queda de ti. Le digo que no es mío, que es de él, de tu asesino, del que me ha atormentado por años, pero el policía no entiende nada y me arroja al piso, siento cómo el frio metal de la prisión abraza mis muñecas. Está hablando por radio, no entiendo que dice porque escucho voces que se fusionan, y de esa mezcla de agudos y graves sale un cúlpate que retumba en mi cabeza. Trato de que tu imagen no se borre, pero te desvaneces en cada cúlpate, y me culpo, le digo al segundo policía que llega “es mi cuchillo”, pero entonces me revelo y traiciono al asesino, y lo culpo “fue lo que habita en mi cabeza” dije con la seguridad de saber que lo que sale de mi boca es verdad absoluta; pero los policías me invaden con preguntas acerca de por qué traigo conmigo un cuchillo ensangrentado. “A quién mataste” preguntaban, pero de mis labios no saldrá una sola palabra, porque solo espero el momento en el cual liberen mis manos, para agarrar el cuchillo y acuchillarlo de la misma forma que lo hizo contigo. Quiero que sufra, que implore una piedad que no tuvo. Ver el color de su sangre en mi rostro cuando me vea en el espejo y ría y llore y deje de escuchar esa voz, entonces lo sabré muerto. Correré hacia a ti para rencontrarnos en ese lugar en el que añorábamos estar: el paraíso.
La violencia en nuestro país es un reflejo de nosotros mismos: de todo lo que hemos dejado de hacer en conjunto por el bien y mejoramiento de nuestra sociedad. La historia de México se ha vivido en un marco de violencia desde antes de la conquista hasta nuestros días: somos un país que está aprendiendo a vivir en libertad. No debemos olvidar que somos una nación muy joven con poco más de 200 años de ser una nación independiente. No podemos esperar estar en niveles de calidad de vida comparables con naciones como lo son las llamadas de primer mundo, pues ellos son el resultado de su vasta historia, en las que ya cometieron sus propios errores y de ellos aprendieron. Ahora nos toca aprender de los nuestros. Hay que tomar en cuenta que el ejercicio y aplicación de nuestras libertades las hemos podido ejercer apenas hace muy pocos años y es por está razón que muchos no saben qué hacer con esa libertad: para ser libres hay que saber serlo. Es palpable la violencia dantesca que
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