Y no se trata solo de la noche y el riachuelo de
fondo que de tanto crece y entonces es lluvia —sonido—, tormenta, en
el tejado de esta cabaña fría. En el interior de esta cabaña de maderos húmedos
y endebles se escucha ese riachuelo-lluvia con intensidad y por las rendijas se
cuela un aire gélido que aminoran las ganas de moverse tan solo un poco —tal vez cambiar de posición en la colchoneta sea una buena idea y merezca el intento, porque el brazo derecho ya no soporta más el peso del cuerpo.
La cobija me cubre todo, y al principio no era por
miedo; es decir, no a causa de los ruidos, las pisadas, que se escuchaban
rodeando el exterior de la cabaña, sino por el intenso rumor de un invierno que
no termina por irse.
Después más ruidos, y una especie de voces y los
tablones crujen y entonces mi cara no se asoma, no quiere, no se atreve, no
puede, tiene una especie de premonición que va de la frente a la barbilla, una
angustia, un presentimiento que se queda atorado en la lengua. Y pienso que
hubiese sido mejor quedarse allá, donde los muros dan a otros muros, donde el
caos lo produce el ruido de los automóviles y las multitudes. En ese lugar
cemento, en ese pavimento que reconocemos y nos reconoce grises.
Los pasos aumentan y es que allí afuera no debería
haber nadie, la cabaña está en el desamparo, a mitad de la sierra selvática.
Pienso en animales y otros animales, en otros más, que puedan arrastrarse al
punto de generar el ruido necesario para abrirse paso de entre los otros ruidos-lluvia,
ruidos-rumores, ruidos-voces.
Al poco rato la fenomenología aumenta. La puerta de
la cabaña parece abrirse, se siente abrirse, simula, acaso, abrirse y es solo
la interpretación que hago al captar los sonidos porque no me atrevo a mirar, a
levantar la cara y hacerle frente a lo imposible.
Alguien entra, son los pasos que lo advierten, son
el andar de unos pies por el interior de la cabaña que en sí mismos son un
viento callado, una advertencia que me hace pensar en lo absurdo, en lo que no
puede pasar. Calladamente pregunto, qué quieren, qué quieren aquellos ruidos.
¿Cómo interpretar lo imposible? ¿Cómo reconocer, en
la simultaneidad de sonidos, a alguien?
Unas brevísimas escaleras me separan de aquello que
está abajo. Asomo un ojo y busco en la sombra alguna respuesta más
humana, más nítida de lo que está pasando, pero eso no parece tenerla, no la hallo, y lo sonidos aumentan y suenan
como cantos, como un lenguaje que tiene algo de árboles y de tierra y de agua.
Todo habla al mismo tiempo y soy incapaz de entender…
De pronto una calma, un respiro, un dejar de sudar,
una disminución de la frecuencia cardíaca, la boca ya puede volver a salivar,
ya el cerebro puede empezar a buscar la racionalidad de lo ocurrido. Y es que
el entorno ya parece más normal, más habitable, más de acuerdo con su
naturaleza de selva, de sonidos que encajan perfectamente con el ambiente: todo
está en el orden natural de las cosas.
Nadie más que yo está aquí. Nadie más que yo habita
esta cabaña. Nadie más que yo anda esta zona que está a dos horas a pie de
la primera casa que se puede encontrar.
Me animé a bajar con cierta precaución. Me cercioré
de que no hubiera nadie. Me serví un vaso de agua y volví a subir para dormir.
Pensando que, claro, todo pudo haber sido una sugestión, una mala jugada de la
mente, de esa imaginación a la que le encanta presentir y crear.
No pasó más de una hora cuando desperté, aún en la
oscuridad, con un frío atroz y con la misma cantidad de sonidos conjugados,
pero ahora con una intensidad mayor que causaban cierto vértigo.
Asustado me quedé inmóvil al tiempo que la puerta de
la cabaña se abría, al menos así lo escuché, otra vez, y entonces el
riachuelo parecía que lo tenía a un lado de mí, y las voces-rama, y las
voces-viento eran intensas, y luego los pasos se hacían más claros en la parte
de abajo: alguien había entrado, ya no tenía ninguna duda. Y es un querer salir
corriendo pero es inútil porque el miedo, y las fuerzas no llegan, y todo es
tan irreal que te quedas asombrado, sin reacción. Así, petrificado estuve por
varios minutos mientras todo sucedía. Aquello que había entrado comenzaba a subir las escaleras de madera al lugar donde yo estaba, ese
intento de recámara que era en realidad un ático ínfimo, vacío.
No quise mirar y me envolví en la cobija a esperar
un roce, un susurro, un despertar o un quedarse dormido para soportar el resto
de la noche.
Así ocurrió. Desperté. Y de entre los árboles caía
el sol justo en mi cara. Las hojas me cubrían casi por completo. Estaba desnudo
y con la espalda —la
cual me daba cierta picazón y
ardía- llena de lodo. Mis brazos estaban arañados como si hubiesen sido
azotados por ramas.
Me levanté —despacio— aturdido, frotándome las manos, viendo
hacia la cabaña que estaba a unos diez metros. Caminé a ella muy lento y
enseguida caí en cuenta de mi rastro, de la huella de mi cuerpo en el terreno,
ésta partía, por lo que alcanzaba a ver, desde la entrada de la cabaña hasta
donde aparecí desnudo. Me sentía un tanto desorientado y solamente lograba
captar los hechos concretos, sin pararme a pensar en los porqués.
En un momento, e impulsado por un razonamiento, por
una ubicación de mi realidad, por esa consciencia de entender que algo o
alguien me había hecho esto, hizo que corriera rumbo a la cabaña para vestirme
y entonces salir corriendo de ahí; sin embargo, cuando estuve a unos pasos de
la entrada a la cabaña, los maderos empezaron a caer unos sobre otros (hasta
que el derrumbe fue total) y junto con ellos mis piernas y brazos, y todo mi
cuerpo fueron volviéndose escombros hasta experimentar una especie de ausencia.
Antes de cerrar los ojos alcancé a ver cómo la
tierra empezó a cubrir los restos de la cabaña y con ella a mí, que no pude más
que escuchar el movimiento natural de las hojas, del agua, de los insectos, de
las raíces, de los inmensos árboles, de todo lo que habitaba ese espacio, de esa
naturaleza que inexplicablemente, dada mi situación, me pareció bellísima.
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